Estamos al borde de concluir uno de los años más complejos del siglo, no solo por la crisis que se ha mostrado con mayor crudeza, sino por el inminente colapso del modelo estatista, que podría arrastrar al país hacia una etapa de recesión, estancamiento y pobreza sin precedentes en varias décadas.
2024 fue el año en que la crisis económica se volvió palpable y destructiva en los hogares, los bolsillos y las cuentas familiares. Fue el fin de la estabilidad en los precios de los carburantes y del tipo de cambio, marcando el retorno del mercado paralelo, la especulación descontrolada y el contrabando inverso. Fue el año en que reaparecieron las colas para adquirir alimentos, se instauraron cupos de racionamiento y la moneda bolivana perdió, tanto su valor como la confianza ciudadana.
Al concluir la gestión, el dólar paralelo es un 60% más caro que el oficial; la inflación real supera el 50%, afectando especialmente los alimentos; la gasolina tiene precios diferenciados y, en áreas rurales, llega a costar hasta 20 Bs por litro. Hay más pobreza y desempleo; el 81% de la población considera que estamos yendo a una recesión y el 85% opina que la situación empeorará.
La generación de bolivianos que vivió sin sobresaltos por casi 20 años, y que no escuchó más discurso que “el mar de gas”, “el milagro boliviano” y “el proceso de cambio”, se encontró en estos meses con la carestía, la escasez y la falta de dólares, y empezó a comprender que el bienestar no procede de la política o la ideología, sino de la economía, una dimensión tan justa como implacable.
En 2024, por primera vez el gobierno del MAS admitió la crisis, y lo hizo ante la evidencia aplastante de indicadores que continuaron en caída. Hace 10 años mantenemos déficits fiscales superiores al 10%; el Banco Mundial ha estimado en 1,4% el crecimiento del PIB boliviano, el peor resultado desde 1999. Las Reservas Internacionales Netas alcanzan los $us 1.970 millones, el nivel más bajo desde 2005. El Banco Central de Bolivia dispone de apenas $us 121 millones en divisas. La deuda externa se sitúa en $us 13.333 millones, la más alta en nuestra historia, y su servicio demanda el pago anual de $us 1.500 millones. El país ha perdido el contrato de venta de gas con Argentina, y en poco tiempo no podrá sostener los $us 2.000 millones que requiere la subvención de carburantes.
2024 fue uno de los peores años para el sector privado. La disminución del comercio exterior, el control de divisas, la irregular provisión de combustibles, la precarización de la industria, la caída de la demanda, la abultada deuda pública a las empresas, los bloqueos, el aumento del contrabando, entre otros, han desestabilizado a las empresas formales y ponen en peligro la seguridad alimentaria, la provisión suficiente de bienes y servicios, la inversión y el empleo.
En 2024 se profundizó la crisis ambiental. Los peores incendios de nuestra historia devastaron más de 10 millones de hectáreas, destruyendo ecosistemas completos, afectando la producción y evidenciando la vulnerabilidad de nuestra flora y fauna. La contaminación por mercurio en el norte amazónico, la creciente erosión en zonas agrícolas y el cambio climático conforman un panorama desolador para el medio ambiente y la producción agropecuaria.
En 2024, Bolivia mantuvo su mala imagen internacional. Las calificadoras mundiales de crédito elevaron el índice de riesgo país, y en Latinoamérica solo Venezuela es menos confiable que Bolivia. Ningún organismo internacional de crédito y ningún país nos ha otorgado su apoyo, incluyendo Rusia y China. La adhesión plena al MERCOSUR y al bloque BRICS, y los acuerdos con Brasil no han generado resultados concretos, ni es probable que lo hagan en el corto plazo.
2024 también trajo algunos avances hacia una economía más diversificada. Entre los logros más destacados están el desarrollo del proyecto del Mutún, la firma de contratos para la explotación del litio y el mantenimiento de la estabilidad del sistema financiero. Además, se avanzó en la liberación de eventos biogenéticos tras 20 años de espera, la flexibilización de exportaciones, la apuesta por biocombustibles y vehículos eléctricos, y la aprobación de las criptomonedas. Aunque positivos, estos cambios son tardíos e insuficientes para revertir la crisis estructural.
El balance del año que se acaba es negativo y altamente preocupante, y sus consecuencias se verán con mayor rigor en 2025. Mas allá de los responsables y de la falta de respuestas políticas eficientes, nuestro país avanza hacia una situación de extrema gravedad que apenas estamos vislumbrando en toda su magnitud.
2024 nos mostró que la dimensión alcanzada por la crisis hace que ninguna medida aislada y ningún paquete económico puede ya solucionarla, pero sobre todo que, bajo el modelo actual, el desastre será inevitable. Solo la responsabilidad colectiva, el abandono de la retórica ideológica y el cambio de rumbo nos permitirá soluciones reales que logren cambios políticos y económicos estructurales. 2025 será decisivo.