Cuando el algoritmo toca la puerta del aula

El pasado viernes 6 de junio, en Bolivia, se conmemoró el Día del Maestro, fecha en la que solemos honrar la labor silenciosa y transformadora de quienes educan, muchas veces en condiciones precarias, con una vocación que desafía las estadísticas y la burocracia.

Esta celebración coincidió este año con una revolución que no toca la puerta, sino que la ha derribado, la irrupción de la inteligencia artificial generativa (IA) en las aulas.

La IA ya no es una herramienta futurista. Es una realidad cotidiana. Plataformas como ChatGPT, Claude, Gemini, Copilot, Perplexity o Sora están siendo utilizadas por estudiantes para redactar tareas, por profesores para preparar clases, y por administradores para gestionar recursos.

«La tecnología no sustituirá al gran maestro, pero en manos del gran maestro puede ser transformadora». — George Couros

La paradoja de la IA generativa es esta, mientras más capacidad tiene para automatizar tareas intelectuales, menos incentivos tienen los estudiantes para construir conocimiento propio. Aprender deja de ser una exploración activa para convertirse en una delegación pasiva.

Este fenómeno tiene nombre en psicología educativa: “efecto de sustitución cognitiva”. Cuando el cerebro sabe que una máquina hará el trabajo por él, desconecta su atención. El músculo del pensamiento se atrofia. En vez de aprender a redactar, se aprende a pedirle a la IA que redacte por uno.

En países con mayores niveles de desarrollo tecnológico, como Corea del Sur, Finlandia, Estados Unidos o China, esta problemática ha sido asumida como un debate estructural. En Corea, por ejemplo, el gobierno ha invertido en el desarrollo de tutores IA personalizados, capaces de adaptar contenidos al ritmo cognitivo de cada alumno.

En China, se están probando sistemas de AGI rudimentarios que monitorean expresiones faciales y patrones de atención de los estudiantes. En universidades europeas, la IA ya participa en la corrección automatizada de ensayos, en la retroalimentación de proyectos y en la predicción de trayectorias académicas. El mundo avanza hacia un modelo educativo mixto, donde el maestro humano y la máquina interactúan, coexisten y, en algunos casos, compiten.

La gran pregunta ya no es si la IA puede ayudar a enseñar, sino si puede llegar a reemplazar la esencia humana del acto educativo. Enseñar no es solo transferir información; es construir confianza, modelar valores, interpretar contextos.

La IA puede ofrecer respuestas correctas, pero no sabe formular preguntas con sentido. Puede identificar errores, pero no sabe interpretar silencios. Puede sugerir sinónimos, pero no puede comprender el miedo, la vergüenza o la curiosidad de un niño que está aprendiendo a leer.

Y aquí es donde el debate se vuelve ético, cultural y filosófico. ¿Qué significa aprender en un mundo donde el conocimiento está disponible al instante? ¿Qué sentido tiene enseñar si cualquier duda puede resolverse con una consulta a un bot? ¿Qué valor tiene la educación si la creatividad, la escritura, la reflexión y el análisis pueden tercerizarse?

A todas estas preguntas podemos dar algunas soluciones, como incorporar evaluaciones orales, crear rutinas argumentativas, fomentar debates presenciales, aplicar tecnologías de detección de plagio, y establecer políticas de uso ético de IA en contextos académicos.

Estas soluciones son pertinentes, pero insuficientes si no van acompañadas de una reflexión más profunda sobre la función cultural de la escuela.

Hoy, más que nunca, se necesita reafirmar el valor del maestro como guía, como presencia humana insustituible. No como transmisor de datos, sino como formador de criterio. Como alguien que no solo enseña lo que sabe, sino que transmite cómo lo aprendió desde su experiencia.

El maestro es la memoria viva de un proceso de aprendizaje, no una interfaz impersonal. Su calor, su ejemplo, su mirada, su voz, todo eso no puede ser emulado por algoritmos, por muy avanzados que sean.

El Día del Maestro debería servir, entonces, no solo para entregar diplomas y flores, sino para pensar críticamente en qué lugar ocupa hoy la docencia en la era digital. ¿Estamos formando maestros para acompañar el cambio o para resistirlo? ¿Se les está dando las herramientas para convivir con la IA, o se les está dejando solos frente a un fenómeno que los desborda? ¿Se los forma para ser críticos tecnológicos o simples operadores de plataformas?

En Bolivia, donde las brechas tecnológicas son profundas, este debate es aún más urgente. Porque el riesgo no solo es que la IA sustituya al maestro, sino que agrave la desigualdad entre quienes tienen acceso a estas tecnologías y quienes no.

La revolución digital puede ser emancipadora o excluyente, según cómo se la encare. Y en ese escenario, el maestro sigue siendo el factor más decisivo.