En un mundo cada vez más digitalizado, donde la realidad y la ficción se entrelazan de formas cada vez más complejas, nos enfrentamos a un desafío sin precedentes, la proliferación de deepfakes.
Un deepfake es una sofisticada manipulación audiovisual que crea videos falsos prácticamente indistinguibles de la realidad. Estos se crean utilizando inteligencia artificial y pueden usarse para generar videos de personas diciendo o haciendo cosas que nunca hicieron realmente.
Estas sofisticadas manipulaciones audiovisuales, capaces de crear videos falsos prácticamente indistinguibles de la realidad, han dejado de ser una curiosidad tecnológica para convertirse en una amenaza tangible para la sociedad.
Recientemente, una herramienta gratuita que permite crear deepfakes en tiempo real se ha vuelto viral, desatando una ola de preocupación entre expertos en seguridad digital y defensores de la privacidad. Esta tecnología, que hasta hace poco parecía confinada a los laboratorios de investigación o a las producciones de Hollywood, ahora está al alcance de cualquier persona con acceso a internet.
La democratización de esta tecnología plantea interrogantes profundos sobre la veracidad de la información que consumimos diariamente. ¿Cómo podemos confiar en lo que vemos y oímos en línea cuando las herramientas para manipular la realidad están al alcance de todos? Esta pregunta adquiere una relevancia especial cuando consideramos a los grupos más vulnerables de nuestra sociedad: niños, jóvenes, adultos mayores y, en general, aquellos con menor alfabetización digital.
Los niños y jóvenes nativos digitales, que han crecido inmersos en la tecnología, pueden parecer a primera vista más resistentes a estos engaños. Sin embargo, su familiaridad con las plataformas digitales no siempre se traduce en una comprensión crítica de los contenidos que consumen.
Según un estudio reciente de Common Sense Media, el 31% de los adolescentes admite haber compartido noticias falsas en línea sin saberlo. Esta vulnerabilidad se amplifica con la llegada de deepfakes tan convincentes que incluso adultos experimentados tienen dificultades para detectarlos.
Por otro lado, los adultos mayores, que no crecieron con estas tecnologías, se encuentran en una posición aún más precaria. Un informe de la FTC (Comisión Federal de Comercio de EE.UU.) reveló que las personas mayores de 60 años son las más propensas a caer en estafas en línea, perdiendo un promedio de $1,700 por incidente, significativamente más que otros grupos de edad. La introducción de deepfakes en este escenario solo amplifica el riesgo de fraudes financieros y emocionales dirigidos a este sector vulnerable de la población.
La amenaza no se limita a estos grupos. Cualquier persona que no esté al día con los rápidos avances tecnológicos puede convertirse fácilmente en víctima de engaños basados en deepfakes.
Imaginemos, por ejemplo, un video falsificado de un líder político haciendo declaraciones incendiarias justo antes de unas elecciones, o un deepfake de un CEO anunciando falsamente la quiebra de su empresa. Las consecuencias podrían ser catastróficas y de largo alcance.
Frente a este panorama, surge una pregunta crucial: ¿cómo podemos proteger a nuestra sociedad de estas amenazas digitales? La respuesta, aunque compleja, tiene un componente fundamental, la educación. Es imperativo que integremos la cibereducación y la alfabetización digital en nuestros sistemas educativos, desde las escuelas primarias hasta las universidades.
La ciudadanía digital y la comprensión de la huella digital deben ser materias obligatorias en todos los niveles educativos. No podemos seguir tratando estos temas como opcionales o extracurriculares. En un mundo donde la desinformación se propaga a la velocidad de un clic, la capacidad de discernir entre lo real y lo fabricado se ha convertido en una habilidad de supervivencia en el siglo XXI.
La implementación de programas de cibereducación en las instituciones educativas no solo debe enfocarse en los aspectos técnicos de la tecnología, sino también en desarrollar el pensamiento crítico y la conciencia ética en el uso de herramientas digitales. Los estudiantes deben aprender a cuestionar la autenticidad de los contenidos que consumen, a verificar fuentes y a comprender las implicaciones éticas de crear y compartir información en línea.
Según un informe de la UNESCO publicado en 2023, solo el 15% de los países a nivel mundial tienen políticas educativas que abordan de manera integral la alfabetización mediática e informacional. Esta estadística alarmante subraya la urgencia de actuar. No podemos permitirnos el lujo de quedarnos atrás mientras la tecnología avanza a pasos agigantados.
Las universidades, como centros de investigación y desarrollo, tienen un papel crucial en este escenario. Deben liderar no solo en la creación de tecnologías para detectar deepfakes, sino también en la formación de profesionales capaces de navegar y guiar a otros en este complejo panorama digital, tanto en Bolivia como en el mundo.
La introducción de cursos sobre ética digital, verificación de información y seguridad cibernética debería ser obligatoria en todas las carreras, no solo en las relacionadas con la tecnología.
Para los adultos mayores y aquellos fuera del sistema educativo formal, es necesario desarrollar programas comunitarios de alfabetización digital. Bibliotecas públicas, centros comunitarios y organizaciones sin fines de lucro pueden desempeñar un papel vital en este aspecto. Estos programas no solo deben enseñar habilidades técnicas básicas, sino también cómo identificar posibles amenazas y protegerse contra ellas.
El sector privado también tiene una responsabilidad en este esfuerzo. Las empresas tecnológicas deben invertir en el desarrollo de herramientas accesibles para detectar deepfakes y en campañas de concientización pública.
Según un estudio de Deloitte, el 67% de las empresas considera que la desinformación y los deepfakes son una amenaza significativa para su reputación y operaciones. Esta preocupación debería traducirse en acciones concretas para educar tanto a sus empleados como al público en general.
Los gobiernos, por su parte, deben actualizar las leyes y regulaciones para abordar los desafíos que plantean los deepfakes. Esto incluye no solo la penalización de su uso malicioso, sino también la promoción de políticas educativas que preparen a los ciudadanos para esta nueva realidad digital. Un informe del Foro Económico Mundial sugiere que para 2025, el 75% de las empresas habrá adoptado tecnologías de IA, lo que subraya la urgencia de preparar a la fuerza laboral y a la sociedad en general para estos cambios.
Es fundamental entender que la lucha contra la desinformación y el mal uso de tecnologías como los deepfakes no es solo una cuestión de seguridad digital, sino de preservación de la verdad y la confianza en nuestras sociedades democráticas. La capacidad de manipular la realidad a gran escala representa una amenaza existencial para el discurso público informado y la toma de decisiones basada en hechos.
A medida que avanzamos en esta era de incertidumbre digital, debemos recordar que la tecnología en sí misma no es ni buena ni mala; es una herramienta cuyo impacto depende de cómo la usemos. La educación es nuestra mejor defensa contra el mal uso de estas herramientas. Debemos equipar a cada ciudadano, desde el más joven hasta el más mayor, con las habilidades necesarias para navegar este nuevo paisaje digital con confianza y criterio.
La tarea que tenemos por delante es monumental, pero no imposible. Requiere un esfuerzo coordinado de gobiernos, instituciones educativas, empresas y sociedad civil. Cada paso que damos hacia una mayor alfabetización digital es un paso hacia una sociedad más resiliente y mejor preparada para los desafíos del futuro.
En conclusión, la proliferación de deepfakes y otras formas de desinformación digital nos obliga a repensar fundamentalmente cómo educamos a nuestros hijos, tíos, hermanos, sobrinos, etc. La cibereducación, la ciudadanía digital y la comprensión de la huella digital ya no son lujos, sino necesidades básicas en el mundo moderno. Solo a través de un esfuerzo concertado para educar y empoderar a todos los segmentos de la sociedad, podremos esperar navegar con éxito los desafíos que nos presenta la era digital.
Como dijo una vez el filósofo y educador John Dewey: «Si enseñamos a los estudiantes de hoy como enseñamos ayer, les estamos robando el mañana».
El futuro de nuestra sociedad depende de nuestra capacidad para adaptarnos y educar para un mundo en constante cambio. La alfabetización digital no es solo una habilidad, es el nuevo lenguaje de la ciudadanía responsable en el siglo XXI.