Empezaré respondiendo una pregunta que me han hecho mis amigos colegas de la Complutense y muchas otras personas, incluso acá: ¿Por qué escribo Las Bolivias?
Para los amigos que no conocen la génesis de Bolivia —y para los que la han olvidado—, la República de Bolívar (llunkherío —servilismo con mucho de hipocresía— de doctores altoperuanos de La Plata, aunque algunos le llamarían “agradecimiento al Libertador”) nació el 25 de mayo de un 1825 jaloneada de la Real Audiencia de Charcas y desgajada del Virreinato de La Plata con cinco provincias: La Paz, Santa Cruz, Chuquisaca, Cochabamba y Potosí pero no incluía la provincia de Tarija entonces, aún platense.
Fue un tema de parto: Lo que después fueron las provincias La Paz, Chuquisaca, Cochabamba y Potosí nacieron en el siglo xvi de un maridaje sin amor, entre hijos del Sol y peninsulares que conformaron el Virreinato del Perú (nótese que éste luego fue el único nieto —república a regañadientes en verdad— que mantuvo el nombre) pero los más que en verdad engendraron lo que fue Santa Cruz vinieron desde Asunción los unos y los otros los encontraron desde la Selva. Santa Cruz —De la Sierra, en memoria de la Extremeña, tierra natal de Ñuflo de Chávez, el fundador— era tierra inmensa: sumaba al actual Santa Cruz (incluso hoy más extenso que Alemania) lo que actualmente es el Beni y lo que la estolidez o imprevisión de gobernantes (generales) desinteresados por todo lo que no fuera minería (Ballivian, Melgarejo, también Pando) dejó sin regalar a Brasil del Territorio Nacional de Colonias, hoy paradójicamente denominado Pando. (Tarija estaba fuera de este a modo de mapeo y, como su nombre cristiano y andalusí de San Bernardo de la Frontera de Tarija lo resalta, fue también tierra de fronteras y luego se incorporaría a Bolivia). En fin, los neonatos del xvi no fueron gemelos.
El Occidente altoperuano fue bendecido con imponentes cordilleras de riquezas minerales sin fin, entre ellas una montaña de pura plata —Potojsi o el Urqu P’utuqsi o Sumak Urqu— pero también con la herencia de un Estado y estadio totalitario y centralista —imperialismo despótico, cárcel clasista de pueblos lejos de la fantasía rousseauniana del buen salvaje impoluto y del Edén indianista— y fratricida (cainismo reproducido por recién llegados). El Oriente —incluyo el Norte y en mucho el Sur— fue también bendecido pero por todo lo contrario: indígenas selvícolas sin clases ni dominantes, sin riquezas minerales y sin odios ni ambiciones: la tierra fértil para la siembra feraz de un protocomunismo —no marxiano—: el de la Fe y el mensaje cristianos que les trajeron los jesuitas primero y luego los franciscanos, llegados de todos los parajes de Europa y con quienes construyeron las Misiones (también reconocidas como Reducciones) de Chiquitos y Moxos que asombraron al mundo casi cinco siglos después, cuando nuevos descubridores (historiadores, antropólogos, musicólogos, entre otros con crucifijos) avanzado el siglo 20 entendieron de nuevo éstas a modo de falansterios plenos de vida, tradiciones y pervivencia...
Por eso, cuando en La Plata o Charcas se declaró la nueva República casi tres siglos después de iniciada la evangelización y el mestizaje cultural de las Misiones, de 48 diputados constituyentes, sólo dos eran cruceños (que demoraron en llegar) y ninguno tarijeño porque no se había adherido a este proceso aún. El resultado fue un país con países: unos de vocación extractivista (La Paz, Chuquisaca y Potosí, con su granero adherido Cochabamba) que exportaban minerales y otros agrícolas (el Santa Cruz in extenso del siglo xix y Tarija) que comerciaban sus productos agrícolas y sus vinos con sus vecinos (Brasil, Paraguay, Argentina).
La urgencia de la Guerra del Chaco entre hermanos —Bolivia y Paraguay— por impulsiones foráneas vinculadas con el petróleo, permitió a los bolivianos una identidad y un propósito común para entender que Bolivia era más que un mosaico de países con vocaciones distintas sino que era un país que no sabía reconocerse como tal hasta entonces. Pero, a pesar de decir esto, no se saltó totalmente el Rubicón —el nuestro Piraí— y, reconociéndonos como Nación (no el engendro plurimulti de la constitución de 2009 digitada por los neocomunistas españoles del CEPS y, luego, PODEMOS) no hemos podido crear un Estado, en lo que concuerdo con mi amigo Manuel Suárez. Pecado de todos lados: del Occidente, con el Poder Político al que se aferra aún pero con el final de su Poder Económico hace tiempo y mirándose hacia adentro, y del Oriente (incluyo Pando, Beni, Santa Cruz y Tarija), mirando hacia afuera, con el potente y creciente Poder Económico pero sin que los líderes de este Poder manifiesten verdadera vocación para comprometerse por el Poder Político.
Todo esto, hoy dentro de un verdadero Fin de Época: como la convulsión del final del xix devino en la Revolución Federal cuando el eje del Poder pasó del centro minero (Chuquisaca y Potosí) para otro comercial y minero (La Paz y Oruro entonces), ahora La Crisis es la suma de las crisis en la suma de los fracasos de todos los modelos anteriores, los políticos e ideológicos (liberales “clásicos” del xix e inicios del xx, socialdemócratas, dictatoriales, endógenos indianistas, marxistas y neomarxistas, guevaristas, socialistas 21, fascistas, maoístas, trotskistas y tantos más) y los económicos (neoliberales, nacionalistas, populistas de izquierda y derecha, falsamente “autóctonos”, entre otros).
Al borde de una guerra civil provocada por la angurria de Poder del ido —sindicado pluridelincuente— y del quedado —inútil indeciso— y por la —hasta ahora al menos— inopia de las oposiciones, prefiero entender este Fin de Época como postulaba Hegel: las crisis —Das Kaos— generan desarrollo en el más amplio sentido. Nos urge, entre otros, el cambio profundo de entendernos nosotros mismos para entender qué queremos de país. Si lo queremos.