“¿Valió la pena la independencia?” cuestionó el desaparecido escritor mexicano Carlos Fuentes. Él habló de “Estados virtuales, divorciados de las sociedades reales, de la confusión sistemática entre lo real y lo posible, del desacomodo entre la nación real y la nación legal, de una independencia sin rumbo, y de unas constituciones que no se sabe si han sido creadas para los ángeles o para los hombres”. Una conclusión que repara en solo un costado de la historia política de nuestra América Latina, la que piensa el proceso independentista como una revolución estrictamente política, dejando de lado la consideración mayor de aquel proceso liberador y libertador, algo que se explica en el decir del historiador Sergio Guerra: “se olvidan sus hondas repercusiones sociales”.
El 9 de diciembre de 1824 en la zona conocida como la Pampa de Quinua, en las proximidades de Ayacucho, en Perú, cerca de las 8:00 de la mañana y por un espacio de siete horas, se enfrentaron las fuerzas comandadas por José Antonio de Sucre con las que dirigía el Virrey José de la Serna. La historia ha escrito que 1800 realistas perdieron la vida y que 2000 fue el número de heridos. Los patriotas sufrieron la pérdida de 370 de los suyos. Apresado La Serna y firmados los términos de su capitulación, el Perú selló su independencia definitiva y el Virrey depuesto partió a España.
Unos meses después, ya en Bolivia, el ejército realista extremó un último empeño por retener lo que se conocía como Alto Perú, hoy Bolivia. Con 1300 hombres, el General Pedro Olañeta enfrentó a las fuerzas del coronel Carlos Medinacelli, quien comandando a 700 soldados que eran parte del Batallón Chichas, en la localidad de Tumusla, derrotó al poder español y facilitó el paso a la independencia de Bolivia.
La gesta libertaria, de enorme impacto social en las estructuras políticas de la América morena, no pudo, sin embargo, remover las sedimentadas estructuras y formas de dominación. Independencia es una palabra díscola para definir con acierto lo que sucedió en el tiempo venidero. Pervivió la explotación colonial y el neocolonialismo que se desarrolló con una voracidad de complejidades desembozadas y encubiertas también, fue el nuevo factor de opresión de estos Estados debilitados y expuestos que iban conformando sociedades asimétricas y donde los idearios de igualdad y justicia quedaban postergados para largas marchas históricas de luchas populares y conquistas democráticas.
Cuando iniciamos el año del Bicentenario ya hemos atendido al primer discurso oficial de referencia. Ahistórico, vacío y desestructurado. Un facsímil de vieja palabrería, de referencias ya ajadas y con el vocablo Bicentenario deambulando sin fondo. Incorporada a esto, una apostilla al hecho de la industrialización, el cuidado de la nacionalización y el oportunismo desfachatado de mencionar que las niñas y los niños son el patrimonio del pueblo. Nada en la sintonía de quien sabe de construir Estado y Sociedad. Nada tampoco de quien pergeña el camino imaginado de la grandeza de la patria trazando el destino esperado para los siguientes dos décadas.
El 25 de mayo de 2009, en la ciudad de Sucre, se conoció una propuesta ambiciosa en la perspectiva de la integralidad del hecho histórico, allí se inició el “Ciclo del Bicentenario de la Independencia de los Países de América”. Aquella debía ser la fiesta de la hermandad latinoamericana, que caminaba, históricamente, en coincidencia inimaginada, pues con la nueva Constitución Política del Estado Plurinacional aprobada por el pueblo boliviano apenas unos meses antes, aquellas ideas de igualdad y representación política inclusiva y no discriminatoria se habían hecho realidad en ese mismo año. La fiesta de la hermandad no pudo realizarse en paz. Una Bolivia convulsa, polarizada y enfrentada ya desde un año antes impedían, con dramáticas imágenes de un racismo intolerante y nuevamente reverdecido, las celebraciones de los 199 años del primer Grito Libertario.
No habíamos cerrado las heridas de las infames segregaciones y las obcecaciones sociales. Las cicatrices que parecían salvaguardarnos del mal tiempo pasado, eran apenas un trazo que señalaba el lugar por donde vertería la sangre. Lo que nos distanciaba estaba irresuelto. Hoy, tras prácticamente 16 años de Estado Plurinacional, la Constitución Política está a poco de convertirse en un simple papel de inclusiones nominales e intenciones honrosas, pero nada más, pues en la calle del habitual trajín, el desprecio de los unos y otros está contenido en las miradas recelosas y sospechadas. Una Constitución debe tener su correlato de vida. Esto está por hacer y la presidencia y los “presidenciables” no lo ven.
El Bicentenario abre el espacio a las diversas maneras de pensar y comprender nuestro destino, a reparar -amparados en la idea primigenia de independencia- en los intereses, consonantes históricamente, de quienes antes estuvieron oprimidos y hoy lo siguen viviendo. Lo que no hagamos los bolivianos nadie nos lo hará. José Martí decía, “lo que no hizo Bolívar, está aún por hacer”. Acá también, la lucha ideológica debe ser distinta e incluyente. Doscientos años después, es momento de empezar a hablar de consensos, propósitos comunes y articulaciones complementarias.