Vivimos en la era del algoritmo, un dios invisible que premia la viralidad y castiga la profundidad. Las redes sociales, diseñadas originalmente para conectar personas, han devenido en la arena donde se mide el valor de cada palabra no por su verdad, sino por su capacidad de generar “likes”, “shares” y comentarios.
En este escenario, el periodista —figura históricamente asociada a la ética, a la búsqueda rigurosa de la verdad, a la denuncia del poder— ha comenzado a prostituir su oficio, vendiendo titulares inflados, escandalosos, falsos o mal contextualizados, todo en nombre de su “marca personal”.
“El periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques. Todo lo demás es relaciones públicas.” — George Orwell
El fenómeno tiene nombre, aunque pocos se atreven a usarlo, y se denomina “prostitución algorítmica”. Es la venta de la integridad periodística a cambio de la validación digital, de la dopamina que dispara un tuit viral, de las métricas infladas en TikTok, de la posibilidad de ser convocado como “experto” a una cadena nacional o monetizar un canal de YouTube. En este negocio, la verdad es solo una opción más, y muchas veces, la menos rentable.
El primer síntoma de esta enfermedad es lingüístico: muchos periodistas ya no se definen como tales, sino como creadores de contenido.
Esta etiqueta, legitimada por la cultura influencer, les permite jugar en las mismas reglas de los youtubers, tiktokers o coachs motivacionales. Pero mientras el influencer nunca tuvo la obligación de verificar datos ni contrastar fuentes, el periodista sí. O al menos, debería tenerla.
Hoy, los algoritmos premian el escándalo y castigan la mesura. Una noticia sobre inflación puede ser ignorada si no lleva un título como “Se viene el colapso económico, lo que no te dijeron sobre el dólar”.
Un informe sobre violencia de género no capta atención sin el “shock value” de un video o una declaración descontextualizada. Y así, titulares que antes hubiesen sido rechazados por un jefe de redacción hoy son diseñados con precisión quirúrgica por community managers y content strategists.
Un ejemplo concreto, fue el caso de la falsa muerte de la reina Isabel II, publicada en varias cuentas de Twitter y replicada por medios digitales como The New York Post o TMZ, sin ninguna confirmación oficial. ¿Por qué? Porque “irse primero” es más importante que “irse con la verdad”.
Luego, si la información era falsa, simplemente se edita o se borra el posteo. Pero los clics ya se generaron. El dinero ya se hizo.
En el pasado, el periodista era un testigo incómodo. Su trabajo consistía en mirar donde nadie quería que se mirara; corrupción, abuso de poder, violación de derechos. Hoy, muchos periodistas están más preocupados por sí mismos que por el mundo.
Sus redes sociales están plagadas de selfies, frases contundentes sin contexto, y una obsesión por ser virales más que por ser precisos. Cada noticia es una excusa para reforzar su marca personal. Cada tragedia, una oportunidad para posicionarse.
Un caso paradigmático fue el de la periodista mexicana que, durante el sismo de 2017, interrumpió una transmisión en vivo para gritar frente a la cámara, “¡Esto es terrible!” mientras señalaba escombros. ¿Informaba? No. ¿Ayudaba? Tampoco. Actuaba.
Representaba un rol, porque entendía que su video tenía más posibilidades de hacerse viral si lloraba, si se mostraba afectada, si personificaba el dolor. El periodismo convertido en reality show.
Y lo más preocupante es que esta lógica no está limitada a medios alternativos o figuras emergentes. Grandes cadenas como CNN, Fox News o incluso medios serios como El País, han caído en la trampa de adaptar sus titulares a la lógica SEO, a la estructura clickbait, a los “10 datos que no sabías sobre...” o “la reacción de X te dejará con la boca abierta”. No es una cuestión de ética individual, es un sistema contaminado desde su núcleo.
El algoritmo no premia la verdad. Premia la polarización. Y el periodista, que entienda eso y decida jugar el juego, se convierte rápidamente en una celebridad digital o un “influencer news”. ¿Cómo? Alimentando la indignación. Porque un posteo neutro no genera comentarios. Pero uno que divide a la audiencia sí.
Así se forman los ejércitos digitales de opinólogos que se autodefinen como “periodistas críticos”, “independientes” o “valientes”, y que en realidad son expertos en fabricar polémicas donde no las hay.
Todo se convierte en campo de batalla, un lenguaje inclusivo en una publicidad, un error de una figura pública, una medida política ambigua. La noticia deja de ser un hecho y pasa a ser una trinchera.
En Latinoamérica, la periodista peruana Juliana Oxenford ha sido criticada no por su línea editorial —que es válida—, sino por convertir cada entrevista en un ring de lucha, donde la búsqueda no es la verdad, sino la confrontación. Mientras más incómoda, más viral. Mientras más grite, más engagement. ¿Y el contenido? Es lo de menos.
La prostitución algorítmica también implica la hibridación entre periodismo y entretenimiento. Algunos periodistas se sienten orgullosos de aparecer en programas de farándula o realities políticos donde la investigación brilla por su ausencia, pero los insultos y las frases rimbombantes fluyen como agua.
Este fenómeno se da en todos los niveles, desde programas como Intratables en Argentina, donde periodistas se gritan entre sí como panelistas de espectáculos, hasta noticieros donde el tiempo destinado a una denuncia de corrupción es el mismo que se dedica a la ruptura amorosa de un futbolista.
Porque al final, el objetivo no es informar, es retener la atención del espectador, aunque sea con circo, o maniobras amarillistas.
Y no se trata de una crítica nostálgica. No se pide volver al periodismo solemne o en blanco y negro. Se pide algo más básico, no olvidar el rol esencial de informar con responsabilidad, contexto y rigurosidad.
El dinero no es el problema. El problema es el método. Monetizar el periodismo es legítimo. Lo que no lo es, es hacerlo a costa de sacrificar la verdad, la ética y la responsabilidad.
Los influencers pueden inventar datos, tergiversar información o exagerar realidades porque su único compromiso es con su audiencia. El periodista no. O no debería.
Y, sin embargo, cada vez más periodistas se convierten en youtubers de sí mismos. Crean sus canales, su Patreon, sus newsletters, y generan contenido “sin filtros”, es decir, sin edición, sin verificación, sin responsabilidad.
Lo hacen porque la industria periodística está en crisis, porque las redacciones están mal pagadas, porque la publicidad ya no sostiene al modelo tradicional. Pero la solución no puede ser prostituir la ética. La solución debe pasar por reinventar el valor del periodismo en un entorno digital sin sacrificar su esencia.
”Una mentira puede dar la vuelta al mundo mientras la verdad aún se está poniendo los pantalones.” — Jonathan Swift
Cuando los que estaban encargados de decir la verdad se convierten en bufones del algoritmo, el resultado es el caos. Un caos rentable, manipulable, programado. Un caos al que millones de personas acceden a diario sin saber que están siendo informadas con basura emocional reciclada en formato viral.
En 2021, el Instituto Reuters y la Universidad de Oxford publicaron un informe demoledor, menos del 30% de la población mundial confía en las noticias que consume. En países como Estados Unidos, México, Brasil o Argentina, la credibilidad de los medios tradicionales cayó a sus niveles más bajos desde que se tiene registro. ¿Qué pasó?
Pasó que muchas redacciones decidieron adaptarse a la lógica de las redes sociales sin resistirla. En vez de ofrecer un contrapeso al ruido, decidieron amplificarlo. En vez de ser faros de orientación, se convirtieron en multiplicadores del sensacionalismo.
Y así, cada escándalo fue tratado con la misma urgencia, cada versión tuvo el mismo peso, cada “tuit viral” se convirtió en fuente noticiosa.
La prostitución algorítmica no solo debilita la información; la convierte en un arma. Al perseguir la viralidad, muchos periodistas han adoptado posiciones extremas en debates sociales, políticos o ideológicos, no por convicción, sino por oportunidad de monetización.
Un ejemplo, en Bolivia, durante las protestas de 2019, varios medios y periodistas independientes replicaron como ciertas versiones de redes sociales sobre agresiones, violaciones y muertes, sin verificación.
Videos de años anteriores se difundieron como actuales, imágenes de otros países fueron usadas como prueba, y los hashtags se convirtieron en fuentes. Algunos lo hicieron por descuido, otros por militancia, y otros —los más peligrosos— por popularidad. En medio de ello, la verdad fue la principal víctima.
La prostitución algorítmica también ha generado una mutación, el influencer con credencial de periodista. Estos personajes —presentes en toda Latinoamérica— se presentan como “voz de los que no tienen voz”, pero en realidad construyen su narrativa en función del algoritmo, no del rigor.
Otro ejemplo es Javier Milei, antes de ser presidente de Argentina, fue un fenómeno mediático gracias a un ecosistema de periodistas y comunicadores que, buscando rating, amplificaron sus gritos, insultos y teorías radicales. Pocos lo cuestionaron con datos. Lo que importaba era el show. Y el show vendía.
Otro caso, la periodista brasileña Rachel Sheherazade, conocida por sus editoriales encendidas y moralistas, ganó popularidad viralizando opiniones que apelaban a la indignación religiosa y nacionalista. Años después, fue despedida por cruzar los límites éticos, incluso de la emisora más conservadora de su país. Pero ya tenía su base de seguidores. Y eso, en esta nueva lógica, es más valioso que cualquier credencial periodística.
Muchos periodistas intentan justificar este fenómeno con una verdad incómoda, la precarización laboral. Y es cierto. Las redacciones pagan cada vez menos, los medios cierran o despiden, y las condiciones laborales son inhumanas. Pero convertir la crisis en excusa para prostituir el oficio es inaceptable.
El periodista que transforma su cuenta en una máquina de indignación y sensacionalismo no lo hace solo por necesidad. Lo hace porque descubrió que el escándalo vende, que la furia se monetiza, que las mentiras editadas pueden pagar facturas. No es el hambre, es la ambición. Y cuando el ego entra en juego, la vocación se desvanece.
Muchos medios de comunicación también se han rendido ante el algoritmo. En lugar de formar a sus periodistas, les exigen ser virales. En vez de defender su línea editorial, la adaptan al trending topic del día. En vez de contratar editores, contratan analistas de métricas.
Esto ha llevado a situaciones grotescas. En varios países, redacciones han sido dirigidas por expertos en marketing digital en lugar de periodistas. El criterio editorial pasó a ser la “engagement rate”, y no la relevancia social. En medios grandes, los editores ya no corrigen estilo o verifican fuentes: corrigen títulos para que encajen mejor en Google.
Un caso revelador fue el portal español OK Diario, dirigido por Eduardo Inda, cuyo modelo de negocio se basa en titulares virales, contenidos extremos y confrontación directa con figuras públicas. Muchas de sus publicaciones han sido desmentidas, pero el daño ya está hecho. Porque no importa cuán falsa sea una nota, si ya alcanzó millones de vistas.
El problema no es solo técnico. Es emocional. Hoy, muchos usuarios no buscan informarse, sino sentir. Quieren reafirmar sus creencias, canalizar su enojo, validar su identidad; entrando voluntariamente a su burbuja digital.
Y los periodistas, en vez de ser guías racionales, se han convertido en proveedores emocionales. En vez de ofrecer información, ofrecen catarsis.
Luego de diseccionar el proceso de degradación periodística en la era de los algoritmos —una que ha convertido a muchos informadores en mercenarios del clic, fabricantes de escándalo y mendigos de validación digital—, toca enfrentar la pregunta inevitable: ¿hay salida?
La prostitución algorítmica no es una enfermedad sin cura. Pero requiere cirugía mayor. Y lo primero que hay que extirpar es la hipocresía del sistema, no se puede seguir llamando “periodismo” a lo que claramente es contenido emocional de consumo rápido, disfrazado de nota informativa.
Hay que recuperar los valores del oficio, entender las nuevas reglas del juego, y al mismo tiempo, resistir la tentación del espectáculo. De lo contrario, la profesión se autodestruirá. Y con ella, la democracia.
Los medios tradicionales también deben asumir su parte. No pueden seguir exigiendo clics a sus periodistas sin darles tiempo, recursos ni respaldo. Tampoco pueden seguir contratando figuras virales sin formación, solo por sus seguidores.
El periodismo digno no es barato. Requiere inversión en investigación, en periodistas especializados, en editores capaces de decir “esto no va” aunque pueda generar 100 mil vistas.
Medios como El Faro en El Salvador o Agência Pública en Brasil lo han demostrado, se puede hacer periodismo riguroso, profundo y relevante sin caer en la trampa del sensacionalismo.
Por supuesto, estos modelos no serán masivos. Pero no necesitan serlo. Su valor no está en el volumen, sino en la autoridad que construyen. Son faros en medio de la tormenta digital. Y eso, en tiempos de fake news institucionalizadas, es vital.
Es fácil culpar al periodista. Pero hay que mirar también al elefante en la sala, las plataformas tecnológicas. Facebook, TikTok, Instagram, YouTube y X (antes Twitter) diseñan sus algoritmos para premiar lo adictivo, no lo verdadero. Son ellos los que incentivan el contenido extremo, rápido, emocional, superficial.
Estas plataformas deben ser responsabilizadas por el ecosistema que han creado. Y eso no significa censura, sino transparencia algorítmica, penalización del contenido desinformativo, y visibilización activa del periodismo verificado.
Existen ejemplos, el programa de verificación de datos de TikTok en alianza con la ONU, o el impulso de YouTube a contenidos educativos con “sello de autoridad”. Pero son esfuerzos todavía marginales frente al tsunami de basura emocional que inunda los feeds.
El periodismo debe exigir, como colectivo, que estas plataformas dejen de tratarlos como “usuarios más”. Deben ser reconocidos como actores clave en la salud de la información global, con condiciones especiales de distribución, como ocurre con las bibliotecas o las universidades.
Finalmente, hay que decirlo con todas sus letras, el público también es responsable del periodismo que se tiene.
Si los usuarios recompensan el morbo, el escándalo y la indignación, eso es lo que se les seguirá ofreciendo. Si ignoran los contenidos verificados, lentos, profundos, esos desaparecerán.
No se trata de culpar al lector común. Pero sí de interpelarlo. Porque nadie está obligado a compartir noticias falsas. Nadie está obligado a comentar con odio. Nadie está obligado a premiar la vulgaridad con un like. Cada gesto digital es una decisión. Y en la suma de esas decisiones se construye el ecosistema mediático.
Es urgente una alfabetización digital masiva. Enseñar a las personas a identificar fake news, a leer más allá del titular, a desconfiar de lo que confirma sus prejuicios. Así como aprendimos a leer y escribir en la escuela, debemos aprender a leer internet, o seremos devorados por ella.
La salida a esta crisis no es fácil ni inmediata. Pero empieza con un acto sencillo: decidir dejar de prostituirnos ante el algoritmo. Dejar de escribir para la viralidad. Dejar de opinar para agradar. Dejar de informar para ser famosos.
El nuevo periodismo —si quiere sobrevivir— debe volver a las raíces, contar lo que otros quieren ocultar, hacer preguntas incómodas, resistir la lógica del entretenimiento vacío. Debe reaprender a escuchar, a leer entre líneas, a distinguir lo importante de lo urgente, con pensamiento crítico.
Periodistas que se la jueguen. Medios que apuesten por la profundidad. Audiencias que no se conformen con el show. Plataformas que asuman su poder como lo que es, una fuerza cultural de proporciones históricas.
El periodista no está para agradar, ni para entretener. Está para incomodar. Para revelar. Para cuestionar. Y si ese rol se pierde, ganaremos seguidores, sí. Pero perderemos el alma del oficio. Y eso no se recupera con likes.
Volver a ser necesarios requiere coraje. Pero también humildad. Y la convicción de que, en medio del caos algorítmico, la verdad sigue teniendo sentido. Aunque no se comparta. Aunque no se monetice. Aunque no sea trending topic.