En economía, proyectar no es adivinar, y mucho menos desear. Las proyecciones macroeconómicas, especialmente las que estiman el crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB), son herramientas fundamentales para gobiernos, bancos centrales, empresas, ciudadanos e inversionistas. Sirven para diseñar presupuestos, anticipar ingresos fiscales, definir políticas monetarias y orientar decisiones de inversión y compras. Son, si se quiere, el GPS de la economía: no garantizan que llegues, pero sin ellas seguro te perderás.
Ahora bien, ¿qué hace que una proyección sea técnicamente confiable? Tres cosas: 1. Datos actualizados y confiables, sin manipulación política. 2. Modelos económicos robustos, como los estructurales o los de equilibrio general, que incorporan variables como consumo, inversión, tipo de cambio, empleo e inflación. 3. Supuestos realistas, porque si asumimos que el precio del gas se triplicará y que el dólar entrará en estado zen, el resultado es más literatura de ficción que ciencia económica.
La más reciente reacción del Ejecutivo a las proyecciones del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial para 2025, que anticipan un crecimiento del 1,1% y 1,2% respectivamente, fue negar, minimizar y acusar de pesimistas a ambos organismos. Nada nuevo. Lo interesante es lo que ocurre cuando uno compara las predicciones con los resultados reales. Y ahí, querido lector, la evidencia incomoda. El gobierno sostiene que los organismos internacionales siempre subestiman y por lo tanto, se equivocan al hacer las proyecciones de la economía boliviana.
Cuando se trata de prever el futuro económico del país, pareciera que el Gobierno utiliza una fórmula propia: una mezcla de naipes, hojas de coca y optimismo sin frenos. No importa si el contexto global está en crisis, si los precios de exportación caen o si las reservas internacionales están en terapia intensiva: el Presupuesto General del Estado siempre proyecta un crecimiento sólido, robusto... y, por supuesto, irreal. Por ejemplo, para el 2025, la proyección es de 3,5%.
Tomemos cuatros años recientes como ejemplo de esta desconexión entre el entusiasmo proyectado y la realidad económica. Y veamos si es el gobierno boliviano o el FMI que tiene una mejor brújula sobre el crecimiento económico. ¿En concreto, quien la pela menos?
En 2021, el Fondo estimó que la economía boliviana crecería un 5,5%, mientras que el Gobierno, con algo más de cautela, proyectó un 4,2%. Sin embargo, la realidad superó a ambos: el PIB creció un notable 6,11%. En términos de precisión, el FMI se equivocó por 0,61 puntos porcentuales, mientras que el Gobierno subestimó el crecimiento en 1,91 puntos. Una diferencia considerable que revela que incluso el llamado pesimismo del FMI resultó más atinado.
En 2022, la historia cambió de tono, pero no de patrón. El FMI proyectó un crecimiento del 3,8%, mientras el Gobierno lanzó una estimación más optimista del 5,1%. Esta vez, la economía creció solo un 3,5%. El error del FMI fue de 0,3 puntos, mientras que el Gobierno sobreestimó la expansión en 1,6 puntos porcentuales. La fe oficialista, una vez más, no se correspondió con los datos del Instituto Nacional de Estadísticas (INE).
Y en 2023, la distancia entre la proyección gubernamental y la realidad volvió a abrirse. El FMI calculó un modesto 1,8% de crecimiento, mientras el Gobierno, fiel a su costumbre, estimó que Bolivia crecería un sólido 4,86%. La realidad, sin embargo, fue más modesta: el PIB creció solo un 3,1%. Nuevamente, el Fondo se desvió por 1,3 puntos, y el Gobierno por 1,76 puntos porcentuales.
El gobierno boliviano proyectó un crecimiento económico de 3.7 en el 2024, la realidad de los hechos fue que se creció 2.14% (datos al tercer trimestre del año). En este contexto, el error del gobierno fue de 1,56 % y el FMI pronosticó 1.6% y su error fue de - 0.54.
Cuando se suman los errores absolutos de estas cuatro gestiones, el FMI acumuló un desvío total de 2,45 puntos, mientras que el Gobierno boliviano acumuló 6,83 puntos. Es decir, el Fondo fue más preciso por un margen superior a casi tres veces. Es decir, el FMI se equivoca menos. Mucho menos.
Esto no es una simple disputa de cifras. Una sobreestimación crónica del crecimiento tiene efectos reales y peligrosos: se planifican gastos que no se podrán cubrir, se sobrestima la recaudación, se venden ilusiones a la población, y lo más grave: se pierde credibilidad.
Porque si algo necesita un país en crisis es confianza, y la confianza no se construye con relatos, sino con resultados.
Las proyecciones del FMI pueden parecer a veces conservadoras, pero las del Gobierno boliviano entran cómodamente en la categoría de fantasía heroica. Una suerte de realismo mágico macroeconómico, donde, sin importar el entorno, siempre se crecerá más... aunque después haya que ajustar las cifras en silencio.
Cuando uno revisa las proyecciones económicas de los últimos años en Bolivia, el patrón es claro: la realidad se parece más a lo que dice el FMI que al evangelio optimista del Gobierno. Es como si el Fondo trajera una calculadora y el Ministerio de Economía una varita mágica hecha con palos de escoba y promesas recicladas.
Las proyecciones económicas no deberían parecerse a una competencia de tiro al blanco en la feria del pueblo, donde uno dispara con los ojos vendados esperando pegarle al peluche de la confianza ciudadana. No. Las proyecciones no son un juego de adivinanza, ni mucho menos un acto de fe tipo horóscopo financiero.
Su propósito no es sorprender con un número optimista cada diciembre, sino orientar a la sociedad, a las empresas, a los inversores y a los gobiernos mismos, sobre la posible trayectoria de la economía. Se trata de ofrecer un mapa razonable del futuro, no un cuento de hadas donde todos crecemos felices por decreto.
En un entorno incierto, una proyección hecha con seriedad, datos actualizados, modelos robustos y supuestos sensatos, ayuda a calmar las expectativas, reduce la incertidumbre colectiva y permite tomar mejores decisiones económicas. No se trata de jugar a ser pitonisos, sino de ser honestos, transparentes, rigurosos... y, por qué no, un poco humildes ante la realidad.
En tiempos de incertidumbre, proyectar no es prometer, es orientar. Y gobernar no es recitar esperanzas ideológicas, sino construir confianza. Porque si seguimos tratando las proyecciones como discursos políticos, terminaremos gestionando la economía como quien navega en la neblina: a ciegas, sin rumbo y con megáfono en mano. Y cuando el barco económico encalle, no será culpa del FMI. Será porque el timonel confundió la brújula con el micrófono.