Regulación técnica o control político: un dilema para el desarrollo

Una de las reformas urgentes que deberá encarar la próxima gestión de gobierno es la transformación del actual sistema de fiscalización y control social. Este conjunto de instituciones responsables de regular y supervisar actividades donde intervienen agentes privados como la banca, telecomunicaciones, transporte, seguros, juegos, saneamiento básico, electricidad, cooperativas, pensiones y empresas, requiere redefinir su rol, estructura y orientación para adecuarse a los desafíos de una economía en transición.

Originalmente concebidas como Superintendencias, estas entidades eran parte esencial de las reformas del Estado posteriores a la capitalización y la privatización. Su objetivo era equilibrar los derechos y obligaciones entre operadores, usuarios y el Estado, asegurando la eficiencia, promoviendo la inversión privada y la sana competencia, y evitando los monopolios. Para ello, se crearon contratos regulatorios para cada sector y leyes específicas, bajo un modelo de autonomía técnica y administrativa, pero sobre todo de independencia política, ya que sus máximas autoridades debían ser designada a partir de una terna propuesta por el Legislativo.

Durante su breve existencia, estas entidades lograron avances importantes en cobertura de servicios básicos, implementación de estándares de calidad y eficiencia, reducción de algunas tarifas, y transparencia, aunque también enfrentaron dificultades estructurales como una cobertura desigual en zonas rurales, nombramientos prolongados de autoridades interinas, conflictos jurisdiccionales y falta de continuidad en sus políticas institucionales.

Desde 2006, con el cambio de gobierno y la imposición de un modelo ultra estatista, el sistema de regulación cambió su esencia y su denominación e incluyó objetivos como el acceso universal, la introducción de subsidios cruzados y un sistema de planificación pública centralizada que les permitía generar normas, imponer arbitrariamente tarifas y supeditar la libre competencia, la sostenibilidad de los servicios y la eficiencia financiera a los objetivos e intereses políticos.

La mayor distorsión del sistema fue la decisión de colocar a las máximas autoridades institucionales bajo tuición directa de los Ministros, lo que eliminó el requisito de imparcialidad, ya que estas autoridades actúan como juez y parte, generando incoherencias, alta corrupción, politización del personal y pérdida de calidad de gestión.

El modelo de las Autoridades de Fiscalización ha contribuido de manera importante a la crisis de sostenibilidad de los servicios y a la precarización extrema del sector privado. Bajo esta estructura, las empresas estatales fueron progresivamente privilegiadas frente a los operadores privados, que enfrentaron sobrerregulación, discrecionalidad y condiciones inequitativas. En consecuencia, se redujeron los incentivos para invertir, se frenó la innovación, se encarecieron los servicios y se acentuó la informalidad en varios sectores clave.

Asimismo, el abuso, ineficiencia y poca transparencia de las Autoridades de Fiscalización impactaron negativamente en la transparencia e imparcialidad que necesita la regulación para lograr un equilibrio justo entre los intereses del Estado, los usuarios y los operadores. Es evidente pues, que la transición hacia las Autoridades de Fiscalización supuso un retroceso en independencia y eficacia técnica y que, ante los problemas de inseguridad jurídica, déficit en servicios y escasa inversión.

Bolivia necesita repensar sus esquemas regulatorios y diseñar un sistema que incluya independencia política y económica, proporcionalidad normativa, calidad de gestión, rendición de cuentas, condiciones justas y transparentes y una visión estratégica del desarrollo. Solo con estas condiciones será posible reconstruir marcos regulatorios predecibles, promover el diálogo con los actores económicos, estimular mercados eficientes, atraer inversión y garantizar estándares de calidad técnica, ambiental y social razonables.

Partiendo del principio de que la regulación no es enemiga del mercado, sino una condición para su eficiencia e inclusividad, el desafío no es eliminarla, sino recuperarla. Se necesita generar un nuevo equilibrio entre expansión productiva y reducción de la pobreza, entre eficiencia empresarial y acceso universal, entre regulación técnica y legitimidad social.

Para ello es preciso el restablecimiento de la autonomía e independencia institucional, designación de autoridades por meritocracia, ajustes normativos, promoción de la transparencia y participación de todos los actores económicos.

La regulación es una herramienta técnica, no una trinchera ideológica. Su reforma será una de las claves para reconstruir el aparato productivo, restablecer la confianza y garantizar servicios sostenibles y de calidad para toda la población.

* Ronald Nostas Ardaya es industrial y expresidente de la Confederación de Empresarios Privados de Bolivia