A través de un corto mensaje, el presidente Luis Arce afirmó hace unos días, que los bolivianos atravesamos por “adversidades internas y externas” y una “difícil situación coyuntural”, y atribuyó estos problemas a la inflación importada, la crisis climática y el contrabando inverso. En mayo de este año había expresado una opinión similar cuando dijo que “tenemos ciertas dificultades en la disponibilidad del dólar, pero no estamos en una crisis económica estructural”. Está claro que, pese a admitir algunos problemas, el mandatario y su gobierno se resisten a asumir que estamos en medio de una crisis compleja, multidimensional y creciente.
Desde la teoría, una crisis económica se define como un período de dificultades severas caracterizado por una caída significativa de indicadores como el Producto Interno Bruto, el empleo, la producción y el comercio, que generan efectos negativos en la estabilidad de los precios y de la moneda, y que no tienen soluciones en el corto plazo. En una crisis, la economía ingresa en un periodo de estancamiento o decrecimiento, lo que produce inestabilidad de los mercados por los cambios bruscos en la oferta y demanda, afectando los precios de bienes y servicios. En Bolivia, la mayoría de estas premisas ya se cumplen.
Entre 2021 y 2023, el PIB ha descendido de 6,1% a 3,5% y a 2,4%; para 2024 los organismos internacionales estiman que caerá a 1,4%. El déficit fiscal se mantiene negativo por 10 años consecutivos y según especialistas, habría alcanzado -12% en 2023; la inflación, que en 2023 fue del 2,12%, ya ha superado los 2,5%, aunque el costo de vida se ha elevado mucho más; las RIN han caído a niveles de insuficiencia y el empleo informal y precario alcanza al 85%.
Un informe de MILENIO recientemente publicado señala que “Al primer trimestre de 2024, las exportaciones cayeron 8%, con descensos en todos los rubros exportables. Las importaciones se redujeron 16%. El balance comercial arrojó un déficit de $us 456 millones, que supera el registrado en los primeros tres meses del año anterior”. Por su parte, el IBCE, con datos del INE ha señalado que “Las exportaciones bolivianas al primer trimestre del 2024 registran un descenso del 28% en valor y 11% en volumen en relación con el mismo período del 2023. El valor de las ventas de productos tradicionales experimentó una caída del 33% mientras que su volumen descendió un 13%, asimismo, las exportaciones de productos no tradicionales disminuyeron un 7% en valor y 5% en volumen”.
Este escenario se complementa con la caída de la confianza pública. De acuerdo a una reciente encuesta de la empresa IPSOS, el 68% de la población percibe una economía debilitada. Un estudio similar de Diagnosis, de mayo de este año, indica que el 62% cree que estamos en crisis, el 42% la califica como grave.
El mayor acelerador de la crisis actual es la escasez de dólares, por el desplome de las Reservas Internacionales y el creciente déficit comercial, lo que ha originado un mercado paralelo que actualmente cotiza por encima de los 11 Bs por unidad, es decir 50% por encima del dólar oficial, con tendencia al alza. Esta distorsión ha precipitado el encarecimiento de todos los productos importados, la disminución de la oferta y la demanda, la irregular distribución de carburantes y el incremento de la inflación (incluso de productos nacionales) debido a que tanto los insumos, como los repuestos y maquinaria para la manufactura proviene del exterior.
La situación ha originado problemas muy graves en sectores como la construcción, minería, hidrocarburos, comercio internacional e interno, agricultura, pecuaria, servicios financieros, farmacéutica, transporte, hotelería, telecomunicaciones y la industria, e incluso en alcaldías, gobernaciones y universidades que, a través de declaraciones públicas han expresado su alarma ante la insostenibilidad de su situación.
No se trata de “dificultades”, “adversidades”, rumores o especulaciones. La realidad objetiva muestra que la economía boliviana ha ingresado a un estado crítico que, si no se enfrenta de inmediato y con medidas serias y sostenibles va a avanzar hacia niveles incontrolables con nuevos efectos como el aumento del desempleo, quiebra de empresas, reducción de ingresos fiscales, inflación galopante, colapsos de entidades financieras e inestabilidad social.
La negación es la actitud más grave para una economía en crisis, porque origina la inacción, conduce a la toma de medidas superficiales, insuficientes y tardías, y prioriza la atención de otros temas. Pero ante todo, es la menos responsable de las estrategias porque lleva peligrosamente al riesgo de que una situación que aún se puede revertir, se convierta en un estado permanente y destructivo cuyas consecuencias pueden durar décadas.