En el último mes, cuatro publicaciones internacionales han vuelto a constatar la profunda crisis por la que atraviesa nuestro país en todos los ámbitos. Primero fue el Artículo IV del FMI que concluía que: “La combinación de importantes desequilibrios fiscales, caída de las exportaciones de gas natural, pérdida de acceso a mercados internacionales y la continua monetización del déficit... ha erosionado la competitividad, agotado las reservas y dejado a Bolivia en una posición precaria”. Señalaba asimismo que la pobreza podría aumentar significativamente si se produce un ajuste desordenado, por la reducción abrupta del gasto público; alza de precios por devaluación y reducción de subsidios y; disminución del ingreso real de los hogares.

Después fue la FAO que, en su informe “Puntos críticos del hambre”, publicado hace unas semanas, sentenció que: “(En Bolivia) se espera que la inseguridad alimentaria se deteriore durante el período junio a octubre de 2025, debido a la alta inflación sostenida y la disminución de las reservas de divisas. Se proyecta que esto continuará erosionando la capacidad de importación y el poder adquisitivo de los hogares, lo que limitará aún más el acceso a los alimentos”.

Recientemente se conoció también el Informe 2024 del World Justice Project, el cual ubica a Bolivia en el puesto 141 de 142 países evaluados en el mundo en materia de corrupción. En el índice de Estado de Derecho, Bolivia se sitúa en el puesto 131 y en cumplimiento de la Ley, en el 129.

En marzo pasado la Fundación Heritage publicó el Índice de Libertad Económica 2025 que nos ubica en el puesto 164 de 176 países evaluados, una de las peores calificaciones desde que se elabora el estudio. “Los cimientos de la libertad económica en Bolivia siguen gravemente obstaculizados. El sistema judicial es vulnerable a la interferencia política, la corrupción prevalece y el Estado de derecho es débil. La creciente presencia del Estado en la actividad económica ha alejado aún más la economía de la apertura del libre mercado. En general, el nivel de libertad empresarial sigue siendo bajo”, señala Heritage.

Aunque estos informes internacionales son alarmantes, no son los únicos que revelan el nivel de precariedad que enfrenta Bolivia. A nivel interno, la Fundación Jubileo, en su informe de abril, alertó sobre “una situación de inestabilidad económica con un profundo déficit fiscal, escasez de divisas, mayor inflación y otros factores que, en perspectiva, tienden a agravarse. Se prevé una crisis profunda y de larga duración que afectaría principalmente a los sectores más pobres”.

Por su parte, el “Plan Bicentenario” de la Fundación Milenio advierte que en Bolivia se consolida un proceso de deterioro económico que podría conducir a un escenario de estancamiento con inflación. El documento sostiene que: “Subyace una crisis en desarrollo que quizás aún no ha tocado fondo, pero que alberga riesgos potenciales, eventualmente extremos. A la polarización política y social se suma la fragmentación de la representación institucional, la debilidad del gobierno, los conflictos entre poderes, el bloqueo político y parlamentario, la pérdida de autoridad efectiva del Estado, el avance del narcotráfico y el deterioro de la seguridad pública. El riesgo de quedar atrapados en un círculo de crisis económica, conflicto social e ingobernabilidad política es muy alto”.

Los informes citados reflejan una crisis sistémica, estructural y creciente que amenaza la viabilidad misma del país. Los efectos son palpables: aumento de la pobreza, precarización del aparato productivo, caída del empleo, deterioro del poder adquisitivo, inseguridad alimentaria y una creciente sensación de incertidumbre y desconfianza. La inestabilidad política y social, sumada a la falta de transparencia e institucionalidad, agravan el escenario, dificultan la construcción de consensos. En otras palabras, se corre el riesgo de un deterioro profundo y duradero que comprometa la estabilidad, la paz y el bienestar de toda la población.

La situación no admite dilaciones, inacción o autoengaño. La evidencia es clara y los riesgos son reales. No es momento de relativizar la crisis, distribuir las culpas o esperar soluciones externas. Es momento de asumir la responsabilidad histórica de salvar el futuro. Si no se impulsan transformaciones estructurales como un nuevo modelo productivo, recuperación institucional, reforma fiscal, reconstrucción del contrato social y priorización del bienestar social, el colapso no será solo económico, sino también democrático y social.

No se trata únicamente de cambiar un gobierno, sino de reconstruir el Estado. No bastan medidas técnicas si no existe voluntad política y liderazgo con sentido de país. El tiempo para actuar es ahora. Mañana puede ser tarde. Es hora de reaccionar, porque lo que está en juego no es un simple ciclo económico, sino el destino de toda la nación.