El miércoles pasado, tuve el honor y placer —lo que hace una mezcla euforizante al espíritu— de comentar el libro Comunidad Iberoamericana, formación y destino de una comunidad de naciones de mi buen amigo el Profesor Ramón Peralta Martínez, codirector de la Cátedra Iberoamericana de Historia y Derecho Político que comparten la Universidad Complutense de Madrid y la Universidad Autónoma Gabriel René Moreno. Charla —en realidad pretexto para polemizar con ideas heterodoxas para muchos— a la que me invitó la codirectora de la Cátedra, mi respetada amiga y gran historiadora boliviana Profesora Paula Peña Hasbún.
Voy aprovechar esa invitación y la charla del Prof. Peralta Martínez —sin parentesco con el también Profesor Rubén Martínez Dalmau, neocomunista de CEPS y cocinero del engendro podemita de nuestra CPE masista— para analizar dos temas: El primero, el viaje desde la América Ibérica —con España y con Portugal, monarquías que, entre 1580 y 1640, fueron una unión dinástica aeque principaliter (sin predominio entre ellas)— hasta la Iberoamérica hoy, todo lo que la rapiña (desde el otro lado de las fronteras) y la ceguera envanecente (dentro de las fronteras) dejó desde el Río Bravo hasta Tierra del Fuego. Dejaré para otra entrega el análisis del siempre actual tema de la bolivianidad.
Peralta Martínez nos introduce en su libro dentro de una definición fundamental: «Desde las estribaciones meridionales de las Montañas Rocosas hasta la Tierra del Fuego se extiendo un vasto territorio americano compuesto de varias naciones que [forman] un gran espacio caracterizado por una identidad común [...] una “supernacionalidad”, una “Patria Grande” continental [...] una etnicidad específica autora de una verdadera [...] etnocultura propia de Iberoamérica». Y más adelante nos afirma: «El territorio del Nuevo Mundo incorporado a Occidente [apostillo entendiéndolo como formando una unidad también aeque principaliter, de iguales —similares—, a diferencia de las colonizaciones británica y francesa subsumidas metropolitanamente sin integración de pueblos autóctonos y colonos, con Thanksgiving como una conmemoración de una integración —comunión cristiana en sí— que fue irrepetida] se organiza en Gobernaciones, Capitanías Generales, Virreinatos, Audiencias, Municipios. Se establecen tribunales, obispados, escuelas, universidades, hospitales, cabildos [...], se abren caminos, se construyen puentes [...]. La religión cristiana y la lengua castellana, el espíritu democrático municipal de los vecinos pobladores y una acendrada concepción de la justicia son factores decisivos en la conformación de una identidad.» (Las negrillas son mías).
Sin descartar las violencias que hubo en las tierras del Nuevo Mundo (para los españoles), quedan como jalones (tan olvidadas siempre) las llamadas Leyes Nuevas de 1542 —Leyes y ordenanzas nuevamente hechas por su Majestad para la gobernación de las Indias y buen tratamiento y conservación de los Indios, creadas para combatir y prevenir esos desmanes y recopiladas luego y ampliadas con otros Códigos en las conocidas Leyes de Indias a partir de 1680— que promulgara el emperador Carlos V (y I de España), únicas en el universo colonial de los últimos seis siglos —incluyo el actual— porque, a diferencia de otros Imperios coloniales de la época, estas Leyes Nuevas otorgaban derechos a todos los indígenas vasallos de la Corona y los protegía frente a los abusos que se estuviesen cometiendo y, entre muchas otras disposiciones, reformaban el gobierno de las Indias y fijaban las normas de convivencia para las relaciones entre las personas de las Indias (Nuestra América y Filipinas) que, junto con lo dispuesto en el Codicilo del testamento de la reina Isabel la Católica (1504) que exigía dar buen trato a los indígenas, conformó realmente el derecho indiano: extenso corpus iuridicus con el que la monarquía española instauraba una sólida base legal para sus dominios de Ultramar y que, además, reconocía las costumbres indígenas (que no fueran contrarias a la religión y a las disposiciones reales) como elemento integrante de este orden normativo.
También se olvida el reconocimiento internacional (esto por evidentes razones de predominio ideológico-político que es sustento de la denominada Leyenda negra española —la leyenda del genocidio, el despojo y la rapacería—) de la denominada Escuela de Salamanca del siglo xvi y parte del xvii (1526-1617): entre otros temas, si Francisco de Vitoria (quien fue, junto con Bartolomé de las Casas y los salmantienses Domingo de Soto y Melchor Cano, uno de los mayores defensores de la dignidad y derechos indígenas americanos), Domingo de Soto, Luis de Alcalá, Martín de Azpilicueta, Tomás de Mercado y Francisco Suárez —todos ellos iusnaturalistas y moralistas— fundaron una escuela de teólogos y juristas que trabajó en reconciliar la doctrina tomista del escolasticismo con el nuevo orden social y económico de la globalización que empezaba y el mestizaje que nacía, junto con el derecho internacional a la vez que defendía la soberanía de los gobernados sobre el gobernante (derecho de gentes) y los derechos naturales del hombre: los derechos a la vida, a la propiedad, a la libertad de pensamiento y a la dignidad, adelantándose al liberalismo de los siglos xvii y xviii de John Locke, Adam Smith y la Escuela Escocesa; Bartolomé de Medina, Gabriel Vázquez y Francisco Suárez profundizaron en la teología y crearon la escuela moral más importante de los siglos siguientes; Prudencio de Montemayor y fray Luis de León hablaron sobre la libertad humana; la legitimidad de la conquista del Nuevo Mundo; Jerónimo Castillo de Bobadilla escribió un tratado sobre administración y justicia. Pero junto con el derecho natural y de gentes, quizás el aporte menos recordado ha sido fundar realmente la ciencia económica —más de un siglo antes que Adam Smith publicara su tratado sobre la riqueza de las naciones—, comparable —y vinculada—al de la denominada Escuela Austriaca de Economía (el Premio Nobel Friedrich von Hayek, uno de los máximos referentes de ésta, así lo reconoció): Diego de Covarrubias trabajó sobre el derecho de propiedad y sus beneficios y Luis de Molina —adelantándose a lo que sería la crítica al marxismo— defendió que los bienes eran mejor cuidados por un dueño que si eran de propiedad comunal; no menos importantes fueron los postulados sobre Dinero, Teoría del Valor, Precio y Precio Justo desarrollados por Martín de Azpilicueta, Luis de Alcalá y Luis de Molina y sobre el comercio libre por Diego de Covarrubias. Entre los salmantienses hubo algunas mujeres precursoras, entre ellas la humanista Beatriz Galindo y Luisa de Medrano, quien dio cátedra en sustitución de Antonio de Nebrija.
Si la leyenda negra española promovida por Inglaterra (también por Holanda y Francia) marcó una visión negativa del aporte ibérico y católico a Las Américas y potenció el complejo de inferioridad y atraso que ha impregnado a España desde Carlos iv sobre todo (la fracasología que María Elvira Roca Barea pontifica y denuncia en su libro homónimo), las emancipaciones de Nuestra América fueron marcadas, primero, por el jacobinismo francés y potenciadas por el expansionismo británico y la masonería que, entre otros lastres —empréstitos ingleses para la independencia y nuevos gobiernos— lastraron los emprendimientos de las nuevas gestiones.
El historiador argentino Marcelo Gullo Omodeo en su libro de 2010 La insubordinación fundante nos da claves del porqué de nuestro hoy: «Las trece coloniales del norte lograron su independencia (1776) sobre la base de su unidad [...]. En tanto, las colonias hispanoamericanas tuvieron un largo período de quince años (1809-1825) de luchas y guerras y otro más extenso por constituir un orden político y jurídico integral que abarcara varias de las jurisdicciones administrativas del orden colonial impuesto por el imperio, en un contexto en el cual la injerencia de las potencias de la época —Inglaterra, Estados Unidos y Francia— buscaban tener un control e influencia directa en los resultados del proceso independentista». Así podemos comprender cómo Iberoamérica, un conglomerado formado por cuatro Virreinatos —Nueva España, Nueva Granada, Perú y La Plata— con ocho Capitanías Generales adscritas o autónomas a éstos —Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico, Guatemala, Yucatán, Panamá, Chile y Venezuela (excluyo Filipinas)— antes de la independencia terminó convirtiéndose, al día de hoy, en 19 repúblicas: Argentina, Bolivia, Brasil (la Iberoamérica portuguesa), Colombia, Costa Rica, Cuba, Chile, República Dominicana, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela (Puerto Rico se independizó de España para caer en EEUU) cuando la lógica hubiera sido mantener la mayor cohesión posible (como sí lo fue en los EEUU y dentro de Brasil); las cegueras políticas de muchos de nuestros “padres fundadores” (equivalentes de la ceguera pusilánime de Fernando vii que no vino a la Américas para gobernar desde aquí, como los Bragança hicieron para gobernar desde Brasil cuando Francia los invadió), sus celos y egoísmos criollos (fragmentando Nuestra América), la insistencia de las potencias externas (antes mencionadas) interesadas en sus riquezas naturales y en sus mercados abiertos al comercio libre (entiéndase para las manufacturas inglesas primero y estadounidenses después) empujaron a la atomización y el fraccionamiento que, un siglo después, sería potenciado por el Big Stick y sus herencias; no menor importancia en ello han tenido sectas como Nuevas Tribus, corrientes (pseudo)desarrollistas como el présbichianismo, movimientos reaccionarios contracoloniales como el indianismo de Fausto Reinaga (opuesto al indigenismo integrador de Mariátegui y Medinaceli) apoyados por ONGs europeas (y, también, estadounidenses) impregnadas de victimismo miope. No menos negativo para nuestros países fueron el guevarismo maoísta, el foquismo y el socialismo 21 neomarxista de una parte (diferenciados en tuición dentro del Foro de São Paulo y el Grupo de Puebla) y las dictaduras militares del otro, que alcanzan su clímax en el Plan Cóndor y la Doctrina de Seguridad Nacional.
Así llegamos a hoy. Vimos Nuestra América desconflautada. Nos queda aún por comentar sobre bolivianidad o no-bolivianidad.