Leí un articulo hoy —nombrarlo le daría una importancia para mí innecesaria— en el que el enemigo malévolo, cuál Ebenezer Scrooge colectivo, es Santa Cruz, una vez más. Con leitmotiv como de una obertura alterwoke con timbres pseudoecologista y, obvio, con notas anticapitalistas disfrazadas de indigenismo, nuevamente el artículo repite el mismo discurso sobre el enemigo principal que se nos ha repetido (entre clandestino y solapado desde décadas atrás, oficialmente desde 2006), el emprendedurismo cruceño con su resiliencia y orgullo de pertenencia.
Y cuando escribo emprendedurismo cruceño adscribo a todo aquel inmigrante de todos los lares de Las Bolivia y desde el extranjero (Japón, Brasil, hijos de Menno Simons, de cualquier lado si se quería trabajar y producir) que, desde antes pero sobre todo desde los años cincuenta, llegaron al Oriente en busca de mejor vivir —no el de la miserabilización del pseudo Buen Vivir del neomarxista socialismo 21—, de oportunidades y espacios, integrándose sin renegar de dónde vino (como entre fines del 19 y el 20 lo fue en La Paz y siglos antes en Potosí y La Plata) y generosamente recibido. Ése es el éxito de Santa Cruz.
Este alterwokismo, escudado en su defensa del “originario” —“maquillaje” indianistas para un bon sauvage de una nueva colonización parentificada, más caricatura que el de Rousseau— y blindado en un pseudoecologismo (que se defiende como “integral” cuando lo que es radical), ha sido desde décadas atrás defensor de mantener sin más allá que la subsistencia (por si acaso: la inmovilidad “del mundo feliz” descrita por Huxley) al indígena y al campesino, neocolonialismo de algunas pocas ONGs del Viejo Mundo (y algunas de los EEUU, de ambas las mismas que, a la vez que Escóbar lo estructuraba, construyeron a Morales) enfrascadas en demonizar el desarrollo capitalista... sin dejar de vivir y medrar en él.
Lejos del Desarrollo Integral del Hombre y de Todos los Pueblos preconizado por Populorum progressio de San Pablo VI —arquetípico de la Doctrina Social de la Iglesia desde León XIII a hoy con León XIV—, el ecologismo radical ha sido militantemente enemigo de la biotecnología, manipulando los gobiernos bolivianos para negar la mejora éticamente científica de los genes de plantas y animales bajo el sonsonete de “defender la Madre Naturaleza” y “la bioingeniería enferma y destruye al Hombre”, cerrando ojos ante que la marraqueta o la sarnita o la salteña (no digo el churrasco para no ofenderlo por si el “crítico” es vegano) que se come está hecha la mar de las veces con harina proveniente de Argentina o de Brasil, países que (como Paraguay) hace muchos años han estimulado el empleo de semillas modificadas en soya, maíz, trigo, sorgo y cualquier otra que lo requiera, obteniendo rendimientos mucho más altos que hoy Bolivia sin necesidad de destruir la naturaleza. Cuando se pueda emplear legal y extensivamente la biotecnología en la agricultura y ganadería de nuestro país —al igual de en los vecinos—, se acabará el falaz mito de que “la agricultura de Santa Cruz destruye el medioambiente” y el campesino y el indígena de cualquier rincón de Las Bolivias accederá a su propio desarrollo, con su propia seguridad alimentaria y sin cuasi malthusianismos patriarcales.
No quiero cerrar sin tocar lo que ha sido —espero concuerden conmigo— el fenómeno preelectoral boliviano: la candidatura de Jaime Dunn de Ávila.
No es político profesional porque no tiene partido propio (¡y trabajo le costó una sigla válida que lo cobijara) ni lo quieren los políticos profesionales (aquellos que hacen política continuadamente y los que viven de ella): es un analista financiero con experiencia internacional que, sin trayectoria electoral o partidaria alguna antes, fue a terciar (arrogante él, casi un pecado) por la presidencia boliviana. Era un desconocido total para la opinión pública y los medios cuando el año pasado un camarógrafo tiktoker lo grabó en la paceña Fuente de la Juventud “vendiendo” su posición a los que caminaban por el Prado. En fin, un outsider: “el foráneo”, “aquel que no pertenece”. Y lo peor: ¡liberal! Y aun más: liberal, outsider desconocido y (pareciera) ¡sin guita!
Un candidato “raro” (sui géneris) que pudiera no terciar por falta de certificados de solvencia y presuntas deudas fiscales pero que, antes de ser candidato por una sigla, ya crecía en interés: sin estar en las encuestas pero el hablarse y escribirse —bastante— de él, le benefició grandemente.
Puede que no vaya en esta elección; puede que no llegue a ser un gran líder; puede que 2030 no tercie. Pero asustó a tirios y troyanos, porque no era zurdo ni diestro. Es, simplemente, liberal.