Bolivia en estanflación. La pesadilla perfecta

Lo que el Banco Mundial nos acaba de anunciar es, básicamente, una mala noticia con traje académico: Bolivia entra en estanflación, ese monstruo de dos cabezas que los economistas creían extinto desde los años setenta. Para el 2025, crecimiento negativo (-0,5 %) y una inflación del 20 %. En otras palabras, la economía no crece (hay desempleo) y los precios suben. Es como si el país estuviera en cama con fiebre y sin apetito: ni produce ni deja de sudar. Según las proyecciones del banco mundial la extrapolación podría profundizarse el 2026 y 2027. Proyectó un crecimiento un decrecimiento de -1.1 el primer año y - 1.5 el segundo periodo. Por supuesto la inflación seguiría en aumento.

La teoría tradicional, la famosa curva de Phillips, decía que esto no podía pasar. Según ese cuento de hadas macroeconómico, si la inflación subía, el desempleo bajaba (había crecimiento); y si la inflación bajaba, el desempleo subía (el crecimiento del producto se contraía). Era una relación tan predecible como una telenovela de los años ochenta: sufrimiento en los primeros capítulos y final feliz, con beso romántico incluido. Pero la estanflación llegó para arruinar el guion. De pronto, los precios suben y el desempleo también. Es como si la curva de Phillips hubiera decidido irse de farra con los shocks petroleros de los 70 y nunca más volvió a ser la misma.

En ese entonces, países como Estados Unidos y Reino Unido vivieron lo que hoy podríamos llamar “la crisis del matrimonio entre Keynes y la realidad”. Los precios del petróleo se dispararon, la producción cayó, y los gobiernos descubrieron que imprimir dinero o recortar gasto eran igual de inútiles: si apagaban el fuego de la inflación, congelaban la economía; y si reanimaban el crecimiento, el fuego se convertía en incendio.

En el caso de Japón, la estanflación tuvo un carácter distinto al de Occidente, pero igualmente traumático. Comenzó tras el primer shock petrolero de 1973, cuando el precio del crudo se cuadruplicó y una economía japonesa altamente dependiente de las importaciones energéticas vio dispararse sus costos. La inflación anual saltó del 4,7 % en 1972 al 23 % en 1974, mientras el crecimiento del PIB se desplomó del 9 % al 0 % en apenas un año. Fue un golpe brutal para el “milagro japonés” de la posguerra, acostumbrado a crecer a ritmo chino con estabilidad de precios. Sin embargo, a diferencia de Estados Unidos o Europa, Japón logró salir de la estanflación en unos tres años.

Bolivia hoy se enfrenta a una versión local de esa tragicomedia económica. Tenemos inflación sin dólares, decrecimiento sin inversión, y subsidios sin financiamiento. La economía está como un auto con el tanque vacío y el freno de mano puesto: no avanza, pero gasta gasolina igual. Los precios suben por escasez de combustible, por el dólar racionado, y por un aparato productivo que apenas respira. Y lo más paradójico: las herramientas clásicas, subir tasas, recortar gasto, o gastar más, ahora son como recetas de cocina de suegra: ninguna funciona, pero igual hay que hacerlas para que no se ofenda.

En resumen, la estanflación es la pesadilla favorita de cualquier ministro de economía: haga lo que haga, se equivoca. Solo se sale de ella con una cirugía profunda, no con maquillaje fiscal. Y eso implica reconstruir la confianza, diversificar la producción y dejar de creer que estabilizar es solo cuadrar planillas. Porque, como bien saben los pacientes que se rehúsan a ir al médico, no hay peor diagnóstico que aquel que se niega a aceptar que la fiebre ya es crónica.

En una situación de estanflación, el gobierno tiene que dejar de jugar al bombero y al mago al mismo tiempo. No hay solución rápida, pero sí un camino sensato que combine tres ejes:

Disciplina y credibilidad macroeconómica. Frenar la inflación no se logra imprimiendo más bolivianos ni maquillando estadísticas. Se necesita un plan de estabilización integral: sincerar el tipo de cambio, ordenar subsidios de manera gradual y recuperar la confianza del mercado en el Banco Central. Sin credibilidad, no hay ancla posible.

Reactivación productiva inteligente. No se trata de “gastar más”, sino de invertir mejor. Canalizar recursos hacia sectores que generen divisas —exportaciones no tradicionales, agroindustria, turismo, servicios digitales— y apoyar al sector privado con reglas estables, simplificación burocrática y financiamiento competitivo.

Reforma estructural con rostro humano. La estanflación castiga más a los pobres. Por eso, el ajuste debe ir acompañado de protección social focalizada y programas que impulsen empleo y productividad (formación técnica, innovación, emprendimiento). El capital humano no es el gasto, es la salida.

En resumen: ni shock ciego ni gradualismo complaciente, sino un plan integral con metas claras, comunicación transparente y una brújula moral que recuerde que estabilizar no es solo cuadrar cuentas, sino devolverle al país su capacidad de producir, confiar y soñar.