Lágrimas de Bicentenario: Cuando el Amor del Poder Se Quiebra

Bolivia presencia hoy lo que podría calificarse, sin temor a exagerar, como el posible divorcio político más exprés desde que la humanidad inventó las parejas disfuncionales. Doce días: ni siquiera los electrodomésticos chinos ofrecen garantías tan cortas.

Como es habitual en estos culebrones republicanos, la primera reacción es repartir culpas. Que si el vicepresidente Lara vino con el “modo disco rayado” activado. Que si el presidente Paz se dejó embrujar por la idea de gobernar sin contrapesos. Todo eso tiene algo de cierto, pero sería un error analítico pretender que la tormenta se desató por una simple pelea por la playlist del poder. No waway.

La verdad es más simple, y más incómoda, esto fue un matrimonio político sin amor, sin visión y sin proyecto. Una alianza arreglada en la notaría electoral para “ganar votitos”, no para gobernar juntos. Ni siquiera se dieron la molestia de escribir un programa de gobierno común: un olvido que en cualquier terapia de pareja se considera señal inequívoca de que uno de los dos ya está buscando departamento de soltero antes del sí en el altar del poder.

Los indicios estaban ahí desde el inicio: un menú de promesas inconexas como: Bonos para todos, casas de 2 pisos para todos, cerrar la aduana, bulevares para jóvenes, rentas de 2.000 Bs para los jubilados, capitalismo para todos, perdonazos tributarios, recursos para todos... prácticamente una economía de buffet libre, donde la única idea ausente era la más importante: ¿para qué diablos queremos ser Gobierno? A eso se sumó el clásico nacionalismo de sobremesa, ese que sirve para cerrar mítines, pero jamás para abrir caminos de desarrollo.

Y mientras tanto, el país con una crisis multidimensional económica, social, política, institucional y moral galopante. Pero administrar crisis no es un proyecto de nación. Sin visión compartida, sin misión concensuada y sin un sueño colectivo, la gestión pública se convierte en un barco sin brújula.

La “patria”, si ha de significar algo, debe ser más que un eslogan que se repite 10 veces al día. Debe ser la promesa de un futuro compartido, un horizonte económico y social que valga la pena. Si no, lo que obtenemos es exactamente lo que estamos viendo: una unión electoral condenado al divorcio rápido.

Frente a una ciudadanía que acudió a las urnas con civismo y un patriotismo casi ceremonioso, una población que enterró, con maestría institucional, a un autoritarismo corrupto y abrió un corredor de esperanza, el espectáculo del divorcio precoz no deja sino una sensación colectiva de decepción.

Ante el prematuro derrumbe de la esperanza, algunos observadores, en un arranque de romanticismo político, se han transformado en doctoras Corazón improvisadas, sugiriendo que, por amor a Bolivia, los tortolitos del poder deberían darse una nueva oportunidad. Otros, más inclinados a la teoría de la terapia de pareja, recomiendan enviar a ambos líderes a un consejero matrimonial del Estado, rol que recaería, con toda lógica burocrática, en el ministro de la Presidencia. Su tarea: reconstruir un puente entre un Vicepresidente, con conexión con los votantes populares, y el Presidente, que giro pragmáticamente a la derecha. Un desafío que requiere dotes de terapeuta, sacerdote y chamán político, especialista en siete fumadas poderosas.

Los más realistas, sin embargo, declaran el amor extinguido y proponen un sistema de camas separadas y repartición de bienes políticos, donde los ministerios se distribuyen como si fueran inmuebles de un matrimonio por conveniencia, incluyendo incluso la custodia anticipada del perro adquirido para la campaña. Mientras tanto, la crisis económica avanza sin cortes comerciales y esta disputa pueril, más cercana a un duelo de egos que a la seriedad del poder, se convierte en una distracción frente a las urgencias reales del país.

Frente a la magnitud creciente de la crisis económica, social e institucional, una tormenta que cada amanecer escala un peldaño adicional en el mar embravecido del desajuste nacional, quizá ha llegado el momento de dejar de remendar botes, abandonar el drama político, ventilado por redes sociales, y empezar a construir el Arca de Noé versión Bicentenario. El presidente ya anunció el vehículo: un gran pacto social y político que, en teoría, podría permitir a Bolivia sortear el diluvio de problemas que se acumulan.

Pero, como toda obra de ingeniería política compleja, esta arca no puede construirse solo con los dos tripulantes actuales del camarote presidencial; exige sumar a la oposición parlamentaria, incluyendo a la agrupación de Tuto Quiroga, a los gobiernos regionales, al empresariado, a los sectores cívicos, a los trabajadores, a los gremios y a otras voces legítimas de la sociedad civil.

Convertir la aspiración del pacto por el Centenario en práctica debería ser la prioridad absoluta. La idea la tuvo el presidente Paz. El dilema crucial es qué instrumento utilizar para viabilizar este pacto: ¿debe elaborar primero un plan de estabilizar y luego someterlo al pacto, o debería ser el pacto el que dé origen al plan de estabilización? El primer camino responde con mayor realismo a la urgencia, el país necesita salvavidas ya, mientras que el segundo ofrece sostenibilidad y legitimidad política de largo aliento. Ambas rutas son defendibles; lo trágico sería no elegir ninguna y quedarse, como suele ocurrir en la política boliviana, con el martillo en la mano y el arca a medio construir justo cuando el diluvio empieza a tocar la puerta. Como antecedente histórico, en 1985, el pacto entre el MNR y ADN precedió al Decreto Supremo 21060.

“Lo que mal comienza, mal termina”, sentencia el saber popular con la autoridad que otorgan siglos de ensayo y error. Evitar que este destino manifiesto se cumpla no es un acto de magia ni de autoayuda institucional: es, ante todo, un desafío político mayúsculo, que exige imaginación, audacia y una comprensión madura del poder. No basta con acomodar la carga en el camino, ese deporte nacional que consiste en remendar, parchear y redistribuir culpas mientras el vehículo avanza zigzagueando.

Se requiere algo infinitamente más desafiante que administrar la urgencia: forjar una visión de desarrollo capaz de unificar al país, una brújula moral y estratégica que ordene nuestro presente y trace, sin temblores, el rumbo del porvenir. Esa tarea, que siempre parece imposible hasta que alguien la inicia, exige una narrativa grande, de esas que levantan la mirada de un pueblo y lo convocan a caminar junto, aun cuando los caminos estén rotos.

Y el vehículo para tal empresa ya tiene nombre y destino: el Pacto por el Centenario, una obra colectiva donde nadie puede quedarse fuera, ni siquiera el Vicepresidente, cuya presencia no es un gesto protocolar, sino un compromiso histórico. En esa mesa se juega algo más que acuerdos: se juega la posibilidad de que Bolivia vuelva a reconocerse en una sola historia, una sola esperanza y un solo futuro compartido.