En la intimidad de nuestras relaciones personales, hemos aprendido y normalizado el uso de barreras de protección para evitar embarazos no planificados.
Es un acto de responsabilidad, de cuidado propio y ajeno. Hoy, mientras nuestras vidas se entrelazan de forma inseparable con el intenso universo digital, surge una pregunta ineludible: ¿por qué no aplicamos el mismo celo protector a nuestra existencia virtual? Necesitamos, con urgencia, adoptar un “condón digital”.
La analogía no es una hipérbole. Es un llamado de atención ante la epidemia de estafas que mutan y se perfeccionan a una velocidad alarmante. Los delincuentes ya no necesitan una ganzúa o un arma; su arsenal se compone de ingeniería social, aplicaciones fraudulentas y un profundo conocimiento de nuestras vulnerabilidades.
Existe un nuevo y retorcido modus operandi que ilustra esta sofisticación:
Las estadísticas pintan un cuadro desolador. Según informes de ciberseguridad, América Latina sufre millones de ataques de malware a diario, y Bolivia no es la excepción.
Un reporte de “Bolivia Verifica” señala que los engaños que suplantan la identidad de entidades financieras o empresas crecieron un 140% entre 2022 y 2024.
La propia Fuerza Especial de Lucha Contra el Crimen (FELCC) reporta un flujo constante de denuncias por estafas que van desde QR falsificados hasta supuestas inversiones que dejan a familias en la ruina.
En medio de este campo minado digital, resuenan las palabras del célebre ex-hacker y hoy consultor de seguridad, Kevin Mitnick:
«El eslabón más débil de la cadena de seguridad es el elemento humano».
Esta frase es una radiografía de nuestra realidad. La tecnología puede tener firewalls y encriptación, pero el verdadero objetivo de los estafadores es nuestra confianza, nuestra prisa, nuestro desconocimiento.
Y es aquí donde la reflexión debe centrarse en los más frágiles. Los adolescentes y niños, o nativos digitales, que manejan la interfaz con una fluidez que asombra, pero carecen del escepticismo que da la experiencia.
Para ellos, un enlace prometiendo “gemas gratis” o “robux gratis” para su videojuego favorito o una oferta increíble en redes sociales es una tentación difícil de resistir, convirtiéndolos en presas fáciles.
En la otra acera están nuestros adultos mayores. Empujados a la digitalización por la necesidad, muchos enfrentan la banca móvil y el comercio electrónico con una mezcla de temor y una confianza heredada de tiempos donde la palabra y un apretón de manos bastaban.
Un mensaje de WhatsApp de un supuesto familiar en apuros o una llamada de un falso funcionario bancario puede ser suficiente para que, con la mejor de las intenciones, entreguen los ahorros de toda una vida.
Entonces, ¿qué es este “condón digital”? No es un antivirus que se compra e instala. Es una cultura de la precaución.
Es la práctica de verificar antes de transferir, de desconfiar por sistema. Para los vendedores, significa no entregar un producto hasta que el dinero esté fehacientemente acreditado en la cuenta, no bastando un simple comprobante que puede ser adulterado.
Para los compradores, es usar plataformas reconocidas, dudar de ofertas inverosímiles y nunca compartir códigos o contraseñas.
La responsabilidad es compartida. Necesitamos que las entidades financieras, los colegios, las empresas y las universidades, eduquen incansablemente a sus usuarios, clientes o estudiantes; y que las autoridades refuercen la ciberpatrulla con la misma seriedad con la que vigilan las calles. En otra columna reforzaré el tema de la sextorsión y los peligros del grooming.
Entre tanto, debemos hablar de esto en la sobremesa familiar, enseñar a nuestros hijos y acompañar a nuestros mayores. La conveniencia de un pago por QR o una compra online no puede costarnos la tranquilidad.
Protegernos en el mundo digital es el nuevo imperativo de la vida moderna; una barrera que, aunque invisible, es tan esencial como la que usamos para cuidar nuestra salud.