El pensamiento como el nuevo lujo

Vivimos en una época asombrosa, con un poder informativo que ni en sueños hubieran imaginado nuestros abuelos. Cada uno de nosotros lleva en el bolsillo, en ese pequeño dispositivo que consultamos cientos de veces al día, una cantidad de datos superior a la que la NASA manejó para enviar un hombre a la Luna.

La información es, en teoría, democrática y accesible. Sin embargo, como bien lo señala una reflexión reciente inspirada en un artículo del New York Times, esta abundancia sin precedentes no nos ha hecho necesariamente más sabios, ni mucho menos más reflexivos. De hecho, ha generado una profunda paradoja, tenemos más información que nunca, pero menos capacidad de procesarla.

El problema no es el acceso, sino la calidad y lo que elegimos hacer con ese océano de datos. El Internet, se dice, es un mar inmenso pero de apenas un centímetro de profundidad.

Estamos consumiendo “calorías vacías de información”, un festín de comida chatarra mental que es irresistible, rápido de digerir y altamente adictivo. Todo está diseñado para ser consumido con el mínimo esfuerzo cognitivo, para generar picos de dopamina que nos mantengan pegados al siguiente scroll, no para que nos detengamos a pensar.

Esta dieta mental de contenido superficial, amarillista y rápido está atrofiando nuestros músculos mentales de la concentración y el discernimiento.

Los estudios, al fin, están empezando a confirmar lo que muchos intuían, la exposición constante a estímulos ligeros y pre-masticados tiene consecuencias cognitivas.

Estamos perdiendo la habilidad de conectar ideas, de debatir con profundidad, de analizar. Pensar es algo que nos pasa por la cabeza, pero analizar es detenerse, cuestionar, explorar causas, consecuencias y conexiones. Y esa valiosa capacidad, que no se usa, se está perdiendo.

Sedentarismo intelectual y la nueva desigualdad

Esta tendencia de consumo rápido y sin esfuerzo nos lleva a un preocupante sedentarismo intelectual.

La información se nos sirve ya triturada, ligera y lista para ingerir, lo que se traduce en “cerebros flojos”. Es irónico, en la era con mayor acceso al conocimiento, los niveles de Coeficiente Intelectual (IQ) a nivel global, por primera vez desde que se inventó la prueba, están comenzando a descender.

Pensábamos que más acceso significaría más inteligencia general, pero ha ocurrido lo opuesto. Nos hemos vuelto cómodos, esperando que la tecnología no solo nos dé la respuesta, sino que incluso le pedimos que redacte un mensaje a nuestra pareja enojada para mejorar la relación sentimental.

«El verdadero peligro no es que las computadoras comiencen a pensar como los hombres, sino que los hombres comiencen a pensar como las computadoras.» — Sydney J. Harris, periodista y columnista estadounidense.

Esta célebre frase nos pone de frente ante la realidad. El riesgo no está en las máquinas inteligentes, sino en las mentes humanas que se vuelven pasivas y mecánicas, que evitan el esfuerzo de la reflexión profunda.

Lo más preocupante es cómo este fenómeno está generando una nueva brecha social, la desigualdad cognitiva. Las personas con más recursos y conciencia sobre el daño potencial, están invirtiendo en proteger su capacidad de pensar y la de sus hijos.

Limitan el tiempo de pantalla, fomentan la lectura, el deporte, el arte y las conversaciones profundas. Están buscando escuelas “libres de tecnología” a temprana edad. Tal como procuran que sus hijos coman alimentos orgánicos y saludables, están cuidando su “dieta mental”.

Mientras tanto, la gran mayoría de la población, los “mortales” que se debaten en jornadas laborales extensas (donde a menudo ambos padres trabajan), dejan que la pantalla se convierta en la “niñera”.

Las circunstancias nos orillan a ello, y no se trata de culpar a nadie, sino de reconocer la dinámica que está creando una separación fundamental en la sociedad. Ya no se trata de quién tiene acceso a la información (eso es democrático), sino de quién tiene la capacidad de analizarla, discernir, tomar decisiones informadas y, en última instancia, actuar. Y esa brecha, mis queridos lectores, se abre cada día más.

La elección personal y el rescate de la mente

Es relevante recalcar que la solución no es satanizar la tecnología. Yo mismo estoy comunicando estas ideas a través de ella. La tecnología es una herramienta poderosa, no un enemigo.

El meollo del asunto está en darnos cuenta de que está diseñada para ser adictiva y que nadie más que nosotros vendrá a ponernos un límite. Depende enteramente de una elección personal y consciente.

Usted, es quien genera su propio algoritmo. Puede llenar su feed o su muro de contenido nutritivo que lo informe, le aporte valor y le incite a pensar, o puede seguir la ruta fácil del contenido chatarra que le dé un golpe rápido de dopamina, pero que lo deje vacío o peor que antes.

Como con la comida, un gusto de vez en cuando está bien, pero no puede basar su dieta en ello si espera tener una mente saludable.

La tecnología no se trata de eliminarla, sino de retomar el poder. Debemos concientizarnos de que, más que utilizarla, en muchos casos, nos está utilizando a nosotros.

La clave es elegir cómo y cuándo la usamos, y, sobre todo, para qué. La próxima vez que sienta el impulso de abrir una aplicación, deténgase y pregúntese: “¿Solo me quiero distraer o esto me va a aportar algo valioso? ¿Podría estar invirtiendo mi tiempo en algo que ejercite mi capacidad de análisis y concentración?”.

Porque en un mundo diseñado para la distracción constante, pensar profundamente y concentrarse se ha convertido en un verdadero lujo. No permita que el músculo más valioso que posee, su capacidad de análisis y reflexión, se atrofie. Es su activo intangible más importante.