Hace algunas semanas, la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible (SDSN) publicó su Informe mundial 2024 sobre el estado de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), cuyas conclusiones son bastante desalentadoras. Según este documento, los ODS sufren un estancamiento desde 2020, y a 5 años de su conclusión, ninguno de los 17 Objetivos está en vías de alcanzarse; solo el 16% de sus metas están avanzando y --debido a que los niveles de desigualdad de mantienen-- muchos países se están quedando atrás.
Objetivos como la eliminación de la pobreza, la sostenibilidad del desarrollo, y la prevalencia de la paz, la justicia y la institucionalidad se encuentran “particularmente desviados”, mientras que metas relacionadas con la salud, la libertad de prensa y el riesgo sobre la biodiversidad, han retrocedido.
Bolivia está en el grupo de países que registran menos avances. El estudio nos califica en el puesto 90 entre 166 naciones, solamente por encima de Venezuela, Paraguay, Guyana y Belice, en Sudamérica, y estancados desde 2021. En ocho de los 17 ODS (eliminación del hambre; salud y bienestar; agua potable; innovación, infraestructura e industria; reducción de desigualdades; comunidades sustentables; ecosistemas y biodiversidad y; paz, justicia e institucionalidad) “siguen existiendo grandes desafíos y la puntuación se estanca o aumenta a menos del 50% de la tasa requerida”, según el documento.
Coincidentemente, el “Informe sobre los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2024”, elaborado por el Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de las NNUU (DAES), y publicado hace pocos días, señala que “Solo el 17% muestra un avance suficiente para alcanzarse en 2030. El 48% tiene desviaciones de moderadas a graves respecto a la trayectoria deseada, (...) el 18% se ha estancado y un 17% ha retrocedido por debajo de los niveles que se tenía en 2015”.
Frente a este panorama, el SDSN propone soluciones como: incrementar la ya abultada burocracia del Sistema de Naciones Unidas, creando nuevas instancias como la Asamblea Parlamentaria y cuatro Consejos sectoriales, además de fortalecer el poco eficiente Consejo de Seguridad. Asimismo, sugiere aumentar el financiamiento a los países subdesarrollados, elaborar estrategias a mediano plazo, mejorar el acceso universal a tecnologías y a plataformas de investigación y desarrollo, asegurar la educación universal para el desarrollo sostenible, y fortalecer el multilateralismo.
Por su parte, el Secretario General de la ONU Antonio Guterres, que suscribe el informe de la DAES, plantea como salida a la crisis de los ODS: resolver los conflictos armados actuales, destinar más recursos al Proyecto, reformar la arquitectura financiera internacional, desmantelar las barreras de género y fortalecer la cooperación internacional. Ninguna de estas propuestas parece viable en la actual coyuntura, y los grandes objetivos con que nacieron los ODS en 2015 (erradicar la pobreza y el hambre; garantizar la dignidad e igualdad en un medio ambiente saludable; asegurar el consumo y la producción sostenibles; enfrentar eficientemente el cambio climático; armonizar el progreso económico, social y tecnológico con la protección de la naturaleza; y construir sociedades pacíficas, justas e inclusivas) tienden a naufragar en un mundo convulsionado por guerras, crisis multidimensionales, desigualdades e incertidumbres.
Los magros resultados señalados en ambos informes, ya se habían advertido en 2022, y precisamente por esta razón, la ONU decidió realizar la “Cumbre del Futuro”, un evento que, en septiembre de 2024, reunirá a los líderes mundiales para “Reafirmar la Carta de la ONU, impulsar el cumplimiento de los compromisos actuales (principalmente los ODS), revitalizar el multilateralismo, acordar soluciones a los nuevos retos y restablecer la confianza”.
Más allá de las conclusiones que emerjan de este encuentro, donde se pretende suscribir un “Pacto para el Futuro”, es evidente que los problemas a los que se enfrenta la humanidad son más complejos que aquellos que forjaron el diagnóstico para impulsar los ODS. Procesos como el derrumbe de las hegemonías económicas, el salto tecnológico y la inteligencia artificial, las amenazas a la paz mundial, el debilitamiento de las democracias, la crisis energética, el avance incontrolable del cambio climático y las nuevas formas de criminalidad global, son desafíos que están trastocando el viejo orden y arrastran consigo al modelo de gobernanza multilateral, cuyo epicentro fue por 76 años, el Sistema de Naciones Unidas y sus agencias internacionales.
Es más probable que nos dirijamos a un escenario de multipolaridad y fortalecimiento intrarregional que a un modelo de articulación de objetivos globales con un solo centro de orientación estratégica. Ya no se trata de calificar los avances o retrocesos de objetivos decididos por los gobernantes en 2015, sino de adaptarnos a las nuevas realidades que se están construyendo de manera desordenada y confusa, impulsadas por las externalidades, las transformaciones de la globalización y la brecha generacional que están viabilizando formas diferentes de organización y de vinculación entre la ciudadanía y los Estados.
El mundo se enfrenta a nuevos desafíos que demandan una nueva forma de enfrentar y proyectar el futuro. Quizá sea tiempo de reformar estructuralmente las visiones de progreso y los modelos de planificación del bienestar global que se propusieron en los Objetivos de Desarrollo Sostenible.