Esta semana, entre lágrimas, cansancio y polvo, vimos imágenes que parecían sacadas de una de las tantas películas sobre la guerra en Medio Oriente: rehenes israelíes liberados y familias palestinas regresando a lo que queda de sus hogares, intentando reconstruir —una vez más— entre los escombros. Mientras tanto, en El Cairo, Estados Unidos, Qatar, Egipto y Turquía sellaban una promesa: el fin de la guerra más mediática y polarizada del último siglo.
El acuerdo de alto al fuego en Gaza no es solo un documento diplomático. Es una radiografía del poder contemporáneo. Cuatro países, cuatro intereses y una sola foto: Estados Unidos necesita recuperar liderazgo global, Qatar juega el papel de mediador con vínculos reales con Hamás, Egipto teme un nuevo éxodo hacia el Sinaí y, Turquía busca reposicionarse como potencia musulmana dialogante. La paz, más que unir, alinea.
El pacto incluye cese de hostilidades, liberación progresiva de rehenes, entrada de ayuda humanitaria y la creación de una Autoridad de Reconstrucción Internacional. Sobre el papel, suena esperanzador. Pero la paz no se firma: se sostiene, se negocia y se administra día a día.
Por primera vez, un acuerdo incorpora una desmilitarización con incentivos económicos: dinero por silencio, reconstrucción por obediencia. Es la realpolitik en su máxima expresión. No solo se reconstruyen casas; se define quién escribe la memoria. Porque toda reconstrucción, en el fondo, es una batalla simbólica.
Durante dos años, Gaza será administrada por una autoridad civil interina bajo tutela internacional. No es independencia, ni ocupación, es un limbo político. Y la historia ya nos enseñó que las transiciones temporales suelen volverse permanentes.
Turquía y Egipto actuarán como garantes regionales, mientras Estados Unidos supervisará desde la distancia con la ONU y la CIA. Pero la pregunta inevitable es: ¿quién garantiza al garante? Los acuerdos no fracasan por falta de firmas, sino por exceso de sombras.
El texto evita, cuidadosamente, nombrar los temas incómodos: el futuro de Hamás, el estatus de Jerusalén Este, el reconocimiento pleno del Estado Palestino. Washington no busca solo pacificar Gaza; busca restaurar su legitimidad moral en un orden multipolar donde China media en Yemen y Rusia en África. Estados Unidos quiere volver a ser árbitro, aunque el tablero haya cambiado.
Mientras tanto, cada actor gana algo: Turquía protagonismo, Egipto centralidad, Qatar legitimidad, Israel control y, Palestina un respiro —pero no soberanía. Es una paz funcional, pero no justa.
El discurso de Trump en Jerusalén añadió un matiz inquietante. No habló como político, sino como “elegido”, agradeció al “Dios de Abraham, Isaac y Jacob” y prometió una nueva era de fe y prosperidad. Su mensaje no buscaba convencer, sino convocar. Transformó la diplomacia en un relato épico, donde la guerra se presenta como rito de purificación y el comercio como bendición divina.
Esa narrativa no es aislada. Responde al vacío emocional que dejó un orden global que prometió integración, pero produjo desconexión. La nueva política se mueve menos por argumentos y más por convicciones. Quien no entienda ese código moral, perderá la capacidad de influir, incluso en la paz.
Lo firmado en Egipto no es el fin de la guerra: es un nuevo formato de control. La diplomacia moderna administra la violencia con lenguaje civilizado, pero cada acuerdo de paz redefine nuestra idea de humanidad. Si la paz se convierte en transacción, el futuro será solo una negociación más y, mientras no entendamos cómo se fabrica la paz, seguiremos siendo espectadores de discursos, en lugar de autores del cambio.