Lo que comenzó como un acto administrativo del gobierno de Nepal —el bloqueo de 6 plataformas de redes sociales por no registrarse formalmente en el país— se convirtió en 48 horas de furia, fuego y muerte.
El pandemonio que incendió Katmandú y otras ciudades, dejando un saldo trágico de al menos 30 fallecidos y un primer ministro dimitido, ha puesto al pequeño país del Himalaya en el epicentro de un debate global.
La pregunta que todos nos hacemos es incómoda y profunda: ¿Fue esta una rebelión por la pérdida del acceso a Facebook, Instagram y YouTube, o fue esa prohibición simplemente la chispa que encendió una pradera reseca por años de corrupción, nepotismo y desempleo juvenil?
Estas son las redes sociales bloqueadas:
- Facebook
- YouTube
- X (anteriormente Twitter)
- Instagram
- WhatsApp
- Telegram (bloqueada desde julio del mismo año por otras razones, pero parte del contexto de control digital)
Para entender el cataclismo, hay que mirar más allá del titular fácil de “la rebelión de la Generación Z”. Es cierto, los rostros en primera línea de las protestas, los que se enfrentaron a la policía y asaltaron edificios gubernamentales, eran abrumadoramente jóvenes.
En Nepal, donde el 43% de la población tiene entre 15 y 40 años, la juventud no es solo un dato demográfico, es una fuerza social. Conectados, como nunca antes, en un país donde a principios de 2025 existían 14.3 millones de identidades activas en redes sociales (casi la mitad de la población), esta generación ha encontrado en el espacio digital su plaza pública, su altavoz y, para muchos, su medio de vida.
El gobierno, liderado por el ahora ex primer ministro Sharma Oli, argumentó que la medida buscaba combatir la desinformación y obligar a los gigantes tecnológicos a rendir cuentas.
Una meta loable, en teoría, sin embargo, para una juventud que ha crecido viendo cómo la clase política se enriquecía a través de escándalos de corrupción y nepotismo, la acción fue percibida de una única manera, como un acto de censura autoritaria.
Un intento desesperado por silenciar las voces que, precisamente en esas redes, denunciaban el lujoso estilo de vida de los hijos de los políticos —los #NepoBabies— mientras el desempleo juvenil rondaba un alarmante 20.8%, una cifra que casi duplica el ya preocupante promedio del sur de Asia.
El análisis no puede ser simplista. No se trata únicamente de jóvenes adictos a su “opio digital”, como algunos podrían argumentar.
La prohibición fue el catalizador, el insulto final. Fue la materialización de la desconexión total entre una élite política y una ciudadanía que se siente estafada. Durante años, la corrupción ha sido una constante en Nepal.
El Índice de Percepción de la Corrupción de 2024, elaborado por Transparencia Internacional, le otorga al país una puntuación de 34 sobre 100 (donde 100 es “muy limpio”), evidenciando un problema sistémico y profundo que la población sufre a diario.
La violencia desatada, con la quema del parlamento y ataques a residencias de políticos, no es la pataleta de un niño al que le quitan un juguete. Es el rugido de una generación que heredó una república federal en 2008 con la promesa de un futuro mejor, pero que solo ha visto cómo las oportunidades se evaporan mientras una casta política se perpetúa en el poder.
El apagón digital no les quitó solo memes y “likes”; les quitó su herramienta para organizarse, para denunciar y, en última instancia, para sentir que tenían algún poder.
Aquí es donde debemos detenernos y reflexionar, ir más allá del análisis geopolítico o sociológico para tocar la fibra de la psicología de masas en la era digital.
La reacción en Nepal no puede entenderse sin comprender el fenómeno del FOMO (Fear Of Missing Out), el miedo a quedarse fuera. Este no es un simple capricho de adolescentes; es una ansiedad existencial.
Ser desconectado en 2025 es, en muchos sentidos, ser borrado del mapa social y político. Es la anulación del individuo como actor partícipe de la conversación colectiva. El gobierno, al pulsar el interruptor de apagado, no solo censuró; amputó una parte de la identidad colectiva de su juventud.
«El medio es el mensaje.» — Marshall McLuhan
La célebre frase del filósofo canadiense nunca ha sido más relevante. El verdadero mensaje de las protestas en Nepal no era el contenido de los TikToks o los posts de Facebook que se prohibieron.
El mensaje era el propio medio. La existencia de un espacio digital, descentralizado y difícil de controlar, representaba en sí misma una ofensa al poder monolítico del Estado. Al cortarlo, el gobierno demostró su incapacidad para dialogar con la nueva realidad y optó por el garrote.
El mensaje que recibió la juventud fue claro: “No nos importan sus voces, sus comunidades, sus vidas digitales. Si no podemos controlarlas, las eliminaremos”
Entonces, ¿son las redes sociales el nuevo “opio del pueblo”? Sí, pero no en el sentido peyorativo que se suele usar.
Si el opio adormece, las redes sociales también pueden hacerlo, creando burbujas algorítmicas que nos aíslan en cámaras de eco donde nuestras propias creencias son amplificadas hasta el infinito.
Vemos lo que el algoritmo decide que queremos ver, reforzando nuestros prejuicios y acelerando la polarización. Es muy probable que en los días previos a la crisis, los algoritmos ya estuvieran alimentando la furia de los jóvenes nepalíes, mostrándoles sin cesar pruebas de la corrupción gubernamental y contenido de indignación, creando un estado de efervescencia emocional listo para estallar.
Estas plataformas no son actores neutrales ni filantrópicos. Su objetivo no es la liberación de los pueblos, sino la monetización de la atención. A los gigantes de Silicon Valley, el destino de Nepal les importa en la medida en que afecte a sus métricas de usuarios activos y a sus ingresos publicitarios.
No están del lado del pueblo; están del lado de su modelo de negocio. Su supuesta defensa de la “libertad de expresión” a menudo se desvanece cuando se enfrentan a mercados masivos con gobiernos autoritarios, como China.
Son, en esencia, corporaciones transnacionales que han construido imperios sobre una infraestructura de comunicación que ahora es vital para la vida cívica. Esta crisis revela su poder y, al mismo tiempo, su peligrosa ambigüedad moral: son herramientas de liberación y, simultáneamente, instrumentos de una vigilancia y manipulación sin precedentes, cuyos fines últimos rara vez coinciden con los de sus usuarios.
Finalmente, ¿qué nos enseña la tragedia de Nepal? Este no es un evento aislado en un país lejano; es un espejo y una advertencia para el resto del mundo. El pandemonio nepalí nos muestra el nuevo contrato social que se está escribiendo a la fuerza entre los ciudadanos digitales y los estados anclados en el siglo XX.
El detonante inmediato fue el corte de las redes, pero la carga explosiva llevaba años acumulándose en forma de promesas rotas, arcas públicas saqueadas y un futuro hipotecado para los más jóvenes. Separar ambos factores es imposible; son la mecha y la pólvora de una misma bomba.
El efecto a nivel mundial es el de una lección brutal sobre la gobernanza en la era de la conectividad. Demuestra que cortar internet o las redes sociales no es una medida de control; es una declaración de guerra a una generación que vive, trabaja y respira en el ecosistema digital.
Para cualquier gobierno que contemple una medida similar, Nepal es ahora el ejemplo de lo que puede salir catastróficamente mal. Lejos de apaciguar, el apagón unificó a diversos grupos descontentos bajo una misma bandera, la lucha contra un poder que no solo les roba el futuro, sino que también les niega el presente.
Los excesos, vistos en la violencia desatada y la represión letal, son el resultado inevitable de un diálogo roto. Cuando se cierran los canales de expresión digital, la frustración no desaparece, sino que muta y busca una salida física, a menudo más violenta y anárquica.
La imagen del parlamento en llamas es la metáfora perfecta de un sistema que no supo o no quiso escuchar los reclamos que se hacían pacíficamente en las pantallas de los teléfonos móviles.
En última instancia, el levantamiento en Nepal no fue una simple protesta por patriotismo ni una mera queja por la “droga digital”. Fue una insurrección por la dignidad. La dignidad de no ser ignorado, la dignidad de tener una oportunidad en tu propio país y la dignidad de poder alzar la voz cuando sientes que te lo han quitado todo.
La corrupción fue la enfermedad crónica, pero el apagón digital fue el ataque al corazón que hizo colapsar al sistema. El mundo ha tomado nota, en el siglo XXI, la libertad de conexión es inseparable de la libertad misma. Y quitarla puede tener un precio que ningún gobierno está en capacidad de pagar.
LA LECCIÓN QUE NI EEUU PUDO IGNORAR
Para entender la magnitud del error de cálculo del gobierno nepalí, no hace falta ir muy lejos. Basta con mirar el prolongado y, en última instancia, contraproducente intento de Estados Unidos de prohibir TikTok. Bajo el argumento de la seguridad nacional y el temor a que el gobierno chino pudiera acceder a los datos de millones de estadounidenses o manipular la opinión pública, Washington se embarcó en una cruzada legal y política contra la popular aplicación.
El resultado no fue el esperado. En lugar de proyectar una imagen de fuerza y control, la medida generó una reacción masiva en varios frentes:
1. Rechazo juvenil y popular: Para millones de jóvenes estadounidenses, TikTok no era una herramienta de espionaje chino, sino su principal canal de expresión, monetización, comunidad y entretenimiento. El intento de prohibición fue visto no como una protección, sino como un ataque directo a su cultura, a su bolsillo y un acto de censura por parte de una clase política que no entendía su mundo. Esto generó una movilización digital masiva y un profundo resentimiento.
2. Cuestionamiento a la libertad de expresión: Irónicamente, al intentar prohibir una plataforma, Estados Unidos —el autoproclamado bastión de la libertad de expresión— fue acusado de emplear las mismas tácticas autoritarias que criticaba en otros regímenes. El debate internacional lo señaló como una hipocresía, debilitando su autoridad moral para condenar la censura en otros países.
3. Admiración involuntaria por el “Enemigo”: De una manera perversa, la insistencia del gobierno estadounidense en la todopoderosa influencia de TikTok y, por extensión, de China, generó en ciertos círculos una especie de admiración por la supuesta astucia y el avance tecnológico chino. Mientras el gobierno de EE.UU. parecía torpe y desconectado, China era presentada como un titán tecnológico capaz de infiltrarse en el corazón de la cultura occidental. Se vendió una imagen de eficiencia y poder que, paradójicamente, benefició la reputación del gobierno chino.
Lo que nos demuestra el caso de TikTok en Estados Unidos, y que se refleja de forma mucho más violenta y trágica en Nepal, es una nueva ley no escrita de la política del siglo XXI, prohibir una red social masiva, es un acto de autosabotaje político.
Los gobernantes de turno, ya sea en una democracia consolidada o en una república joven, asumen que pueden desconectar una parte de la realidad sin consecuencias.
Pero fallan en comprender que para una gran parte de la población, especialmente los jóvenes, esa realidad digital es la realidad. Intentar apagarla no elimina el descontento, lo magnifica.
Convierte a los usuarios en activistas, la frustración en furia y, en última instancia, demuestra que el verdadero poder ya no reside únicamente en los palacios de gobierno, sino también en la red descentralizada de millones de pantallas que estos ya no pueden controlar.
BOLIVIA Y LA BATALLA POR EL ALMA DIGITAL, CUANDO LA RED NO SE APAGA, SE INCENDIA
A diferencia de la ficción de Nepal, Bolivia no ha necesitado que el gobierno prohíba las redes sociales para que estas se conviertan en el epicentro de un pandemonio.
De hecho, ha ocurrido precisamente lo contrario. La crisis política de 2019 es el ejemplo más claro, las plataformas digitales no fueron silenciadas, sino que se usaron como armas por todos los bandos, exacerbando una polarización que ya era profunda y llevándola a un punto de ruptura.
Durante los conflictos postelectorales, Bolivia vivió en carne propia cómo Facebook, WhatsApp y X (antes Twitter) dejaron de ser simples herramientas de comunicación para convertirse en ecosistemas de combate.
No hubo un enemigo único —un gobierno oprimiendo al pueblo—, sino múltiples frentes de batalla. Se formaron “guerreros digitales” de ambos lados, se propagaron noticias falsas a una velocidad aterradora y se crearon burbujas algorítmicas tan densas que era imposible dialogar con quien pensaba distinto.
Cada bando consumía una realidad paralela que confirmaba sus creencias, para unos, se gestaba un “golpe de Estado”; para otros, se defendía la democracia de un “fraude monumental”.
El Estado no cortó la conexión; perdió por completo el control sobre ella. Y en ese vacío, la sociedad se atomizó. El miedo, la rabia y la incertidumbre encontraron en los grupos de WhatsApp y en los muros de Facebook el combustible perfecto. La viralización de audios sin verificar, de imágenes sacadas de contexto y de llamados a la movilización o a la confrontación directa, demostró que el “opio digital” en Bolivia no adormecía, sino que inyectaba adrenalina y furia.
«La pasión ideológica aturde la conciencia y la capacidad de distinguir el bien del mal.» — Hannah Arendt
La reflexión de Arendt es demoledora aplicada a la Bolivia de 2019. La pasión ideológica, amplificada hasta el infinito por los algoritmos, aturdió a una nación entera. La capacidad de discernir entre información veraz y propaganda se desvaneció.
El “bien” y el “mal” dependían del bando desde el cual se mirara, y las redes sociales se aseguraban de que nadie tuviera que confrontarse con la perspectiva del otro. Fue la manifestación perfecta del tribalismo digital, donde la pertenencia al grupo era más importante que la verdad.
Si bien no hubo un bloqueo total, sí hubo intentos de control. El Decreto Supremo 4231, promulgado durante el gobierno interino de Jeanine Áñez en 2020 con el pretexto de combatir la desinformación durante la pandemia, es un ejemplo.
La norma fue duramente criticada por organizaciones nacionales e internacionales (incluida la ONU) por ser excesivamente vaga y abrir la puerta a la persecución penal por “difundir información” de cualquier índole que pusiera en riesgo la salud pública, una definición que podía ser usada para criminalizar la libertad de expresión.
Proyectos de ley más recientes, como el PL 304/22-23, también han buscado regular y sancionar duramente el “uso indebido” de las redes, mostrando una constante tensión y un deseo latente del poder político de meter en cintura a un espacio digital que percibe como caótico e incontrolable.
Entonces, ¿qué nos enseña el caso boliviano en contraste con el de Nepal? Nos revela la otra cara del mismo desafío.
Nepal nos mostró la reacción explosiva a la censura explícita. Bolivia, en cambio, nos muestra la implosión social causada por la guerra de la información sin control.
La lección es profunda, en el siglo XXI, el poder no solo se disputa quitando el acceso a la plaza pública digital, sino también envenenando el pozo del que todos beben. La amenaza a la estabilidad no es solo el silencio forzado, sino también el ruido ensordecedor de la desinformación que nos impide escucharnos los unos a los otros.