IA en las aulas, entre la promesa y el pupitre vacío

Hoy, viernes 10 de octubre, mientras estas líneas llegan a usted, tengo el honor de conversar con quienes moldean el futuro de nuestro país, los educadores.

La cita es en la Confederación de Trabajadores de Educación Urbana de Bolivia, en el Departamento de Cochabamba, donde abordaré un tema que ya no es ciencia ficción, sino una realidad palpable y desafiante: la “IA como herramienta para la creación de contenido multimedia en la educación”.

Este encuentro es una excusa perfecta para reflexionar en voz alta sobre la encrucijada en la que se encuentra nuestra educación, una que nos obliga a mirar de frente tanto las oportunidades deslumbrantes como las carencias profundas que nos definen.

Hoy en día hablamos con entusiasmo de la “cibergogía”, ese neologismo que describe la pedagogía adaptada al ciberespacio. Es el arte de enseñar y aprender en un entorno digital, aprovechando sus herramientas para personalizar la educación, fomentar la colaboración y acceder a un universo de conocimiento. En teoría, suena a una revolución democrática del saber.

En Bolivia, esta teoría choca violentamente contra la realidad. ¿De qué cibergogía podemos hablar cuando miles de estudiantes en áreas rurales —y no tan rurales— no tienen acceso a una conexión a internet estable, o siquiera a un dispositivo propio?.

La brecha digital no es solo una estadística; es el pupitre vacío en el aula virtual, es la voz del estudiante que no puede conectarse, es la desigualdad consolidada por un nuevo tipo de analfabetismo, el digital.

En este torbellino de cambios, resuenan con fuerza las palabras de uno de los visionarios de la era digital.

«La tecnología no es nada. Lo importante es que tengas fe en la gente, que sean básicamente buenas e inteligentes, y si les das herramientas, harán cosas maravillosas con ellas.» — Steve Jobs

La frase de Jobs nos interpela directamente. El problema fundamental no es la ausencia de la herramienta, sino la falta de una política de capacitación consciente y sostenida para quienes deben usarla.

Hemos visto esfuerzos esporádicos por entregar computadoras o instalar “telecentros rurales”, pero rara vez vienen acompañados de un plan estratégico que forme al maestro no solo en el “clic”, sino en la didáctica.

No se trata de enseñar a los profesores a usar una aplicación, sino de darles las competencias para integrar la tecnología de manera crítica y creativa en su plan de estudios.

Sin esta formación pedagógica, la inteligencia artificial más avanzada se convierte en un simple proyector de diapositivas glorificado, incapaz de transformar verdaderamente el aprendizaje.

Y aquí llegamos al punto más disruptivo, la evaluación. La llegada de la IA generativa, capaz de redactar ensayos, resolver ecuaciones complejas y crear presentaciones en segundos, ha dinamitado los cimientos de la evaluación tradicional.

El clásico “haga un resumen del libro” o “escriba un ensayo sobre la Guerra del Chaco” ha perdido casi todo su valor como indicador de conocimiento. ¿Cómo medimos el aprendizaje cuando la respuesta está a un “prompt” de distancia?.

La solución no es prohibir la tecnología, sino transformarnos. La evaluación debe dejar de centrarse en el producto final y empezar a valorar el proceso, la capacidad del estudiante para formular las preguntas correctas a la IA, para analizar críticamente la información que esta le proporciona, para detectar sesgos y, finalmente, para construir un argumento propio y defenderlo.

La inteligencia artificial no es una amenaza para la educación; es un espejo que nos muestra sus falencias y nos obliga a evolucionar. El encuentro de hoy será apenas el inicio.

El verdadero desafío para Bolivia no es tecnológico, sino político y humano. Se trata de cerrar brechas, de invertir en nuestros maestros y de tener el coraje de rediseñar un sistema educativo que prepare a los estudiantes no para memorizar el pasado, sino para crear y navegar un futuro que ya está aquí.