La historia del crucifijo que marcó una promesa presidencial entre Bush y Paz
Una reliquia familiar fue regalada por el presidente Paz Zamora a su par estadounidense con una condición: el regalo debía devolverse si uno de los hijos del mandatario llegaba a la Presidencia de Bolivia
Hace treinta y cinco años, dos presidentes sellaron una promesa que hoy se ha cumplido. En 1990, el entonces mandatario boliviano Jaime Paz Zamora entregó al presidente de Estados Unidos, George H. W. Bush, un crucifijo de oro que había pertenecido a su familia por generaciones. Bush aceptó el obsequio, pero impuso una condición tan insólita como simbólica: la cruz debía regresar a Bolivia el día en que uno de los hijos de Paz asumiera la presidencia.
El gesto, que parecía una simple cortesía diplomática, se transformó con el paso del tiempo en un acto premonitorio. En aquel mayo de 1990, mientras el mundo celebraba el fin de la Guerra Fría y las democracias latinoamericanas intentaban consolidarse, ambos líderes compartieron una conversación sobre esperanza, política y trascendencia. Lo que ninguno podía prever era que esa pequeña pieza dorada terminaría atando la historia de sus países durante más de tres décadas.
El crucifijo, según recuerdan quienes lo vieron, no era una joya ostentosa, sino un objeto íntimo: una cruz de filigrana fina, con la pátina del tiempo y la devoción de familia. Paz Zamora insistió en que lo aceptara, no como un regalo material, sino como símbolo de amistad y fe entre dos naciones. Bush, conmovido, accedió, pero escribió su propia cláusula del destino: “Esta cruz volverá a Bolivia cuando uno de tus muchachos sea presidente”.
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Pocos días después, desde el Despacho Oval, el presidente estadounidense envió una carta manuscrita al boliviano. En ella agradecía el obsequio y aseguraba que lo guardaría en un “lugar de honor”, dentro de su biblioteca personal. Dio instrucciones para que se archivara junto con su nota, a la espera del cumplimiento de aquella promesa improbable. El documento, fechado el 10 de mayo de 1990, quedó en los registros de la Casa Blanca.
Con el paso de los años, la historia se volvió un recuerdo casi familiar para los Paz. Una anécdota que parecía demasiado poética para tener consecuencias reales. Sin embargo, el tiempo, con su paciencia de siglos, terminó abriendo el camino. Treinta y cinco años después, Rodrigo Paz Pereira, el hijo menor, asumió la presidencia de Bolivia. Y con él, el pacto se activó.
No era solo un objeto lo que cruzaba el continente, sino una carga de memoria. La cruz volverá al país junto con un mensaje de reconciliación y continuidad: un símbolo de que las promesas, cuando nacen del respeto y la palabra, pueden sobrevivir a los calendarios políticos.
El retorno de la pieza tiene una lectura múltiple. En el plano familiar, representa el cierre de un círculo: un hijo cumpliendo, sin buscarlo, la condición impuesta a su padre. En el terreno político, traza una línea invisible entre dos generaciones de estadistas. Y en el ámbito diplomático, ofrece una oportunidad para reabrir el diálogo entre Bolivia y Estados Unidos en tiempos en que la confianza se mide más por los gestos que por los tratados.
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La cruz, guardada durante tres décadas en una caja sellada y etiquetada como “gift of state significance”, es ahora una metáfora viva: una prueba de que los símbolos también pueden tener destino. La historia recuerda pocos episodios donde la fe y la política se encuentren con tanta precisión en el calendario.
Por ahora, no existen imágenes oficiales de la carta ni del registro original, pero el relato de Jaime Paz Zamora ha sido confirmado en distintas entrevistas y publicaciones.
Y así, treinta y cinco años después, una cruz de oro vuelve a donde pertenece. No como trofeo ni como reliquia, sino como puente entre dos épocas. Entre un padre y un hijo, entre dos países, entre la historia y la fe.